Retiro de Adviento 2013 a la Confer

06 adviento 2013
Comienzo dando gracias a los hermanos y hermanas de la Junta que me han invitado a compartir con vosotros este retiro de preparación para el Adviento. Es una buena ocasión para encontrarnos quienes vivimos consagrados a Dios en la vida contemplativa, y quiénes vivís la misma consagración en la vida activa, en medio del mundo.

Todos tenemos una misma fe y un mismo Señor, todos estamos buscando a Dios, embarcados en la hermosa aventura del seguimiento a Jesús, en una misma iglesia local, con una misma tarea: la de ir construyendo el Reino de Dios, y lo hacemos desde los diferentes carismas que el Espíritu Santo ha suscitado en su Iglesia.

Me acerco a vosotros con sencillez, sintiéndome una hermana más entre hermanos, sabiendo que quizá no voy a aportaros nada nuevo. El objetivo de un retiro no es adquirir nuevos conocimientos, esto ya lo hacemos en otros momentos. Se trata fundamentalmente de ponernos todos hoy en actitud humilde de escucha; de disponernos a acoger el amor de Dios, a acoger su presencia en medio de nosotros; de preparar nuestros corazones a la acción del Espíritu; de abrirnos a la novedad de Dios, de ese Dios que siempre es sorprendente; de permitirle que entre en nuestras vidas y las trasforme.

Agradecemos a Dios que nos concede, un año más, celebrar el Adviento. Un tiempo de gracia que puede ayudarnos a recuperar la ilusión y el compromiso, un tiempo en el que vamos a escuchar la llamada de Dios a renovar nuestra vida interior y despertar la esperanza. Es como un volver a empezar, un volver a poner el corazón a punto, un renovar el amor primero, como si todo se realizara por primera vez para mí: “No os acordéis del pasado. Yo lo renuevo todo

El Adviento auténtico, en espíritu y verdad, es el que cultiva y desarrolla la esperanza, es el que enciende todas las lámparas de la espera, el que dispone cuidadosamente el alma para acoger al Salvador.

No debemos permitir que sea un Adviento más, que pase sin pena ni gloria. Ahora, de nuevo, Dios pasa por nuestra vida.
¿Escucharemos su voz? ¿Encenderá en nuestras comunidades ese fuego que quería ver ya ardiendo en el mundo? Jesús llega para decirnos: “Mirad que hago nuevas todas las cosas”
¡También este Adviento puede ser nuevo para ti! 

Dios nos hace una llamada a ponernos en camino en busca del Amado, a salir de nosotros mismos, a dejar nuestras seguridades, a vencer nuestros apegos y comodidades; a superar los miedos que nos paralizan; a sacudir nuestras rutinas, nuestra mediocridad; a confiar en su poder trasformador. Necesitamos abrirnos a otra realidad distinta que rompa nuestra monotonía, llene nuestro vacío y nos despierte de nuestra somnolencia.

1. Acoger el misterio de Dios encarnado en Jesús

El tiempo litúrgico de Adviento nació en la Iglesia con la finalidad de ayudar a las comunidades cristianas a prepararse para celebrar las fiestas de Navidad acogiendo de manera renovada el misterio de Dios encarnado en Cristo Jesús.

Quisiera que nos acercáramos todos en actitud contemplativa a este Misterio de Dios, hecho debilidad con nosotros y por nosotros, y que nos dejáramos penetrar y sobrecoger por él. En el centro de la Navidad, escucharemos con gozo esta Buena Noticia: “La Palabra de Dios se ha hecho carne” (Juan 1,14). Dios sorprendentemente se ha hecho uno de nosotros, el Dios creador, el Dios de la historia, ha querido hacerse frágil, y débil. Por nosotros, Dios se ha arriesgado a hacerse niño, a ser pobre, ha querido acercarse, sin otra explicación que su amor sin límites, ha querido salvarnos desde dentro, entrar en nuestra historia, participar de nuestro destino, compartir nuestra vida como uno más.

Dios no ha querido permanecer callado, encerrado en su misterio insondable, fuera de nuestro alcance. Ha querido comunicarse con sus hijos e hijas. Ha querido hablarnos, decirnos cómo nos ama, explicarnos su proyecto de crear con nosotros un mundo diferente, más humano y más justo. Pero Dios no se ha revelado por medio de conceptos y doctrinas sublimes que sólo podrían entender algunos expertos. Su misterio se ha hecho carne en la vida entrañable de Jesús para que lo podamos acoger hasta los más sencillos, los que podemos conmovernos ante la bondad, la ternura, el amor, la verdad que se trasparenta en su vida.

San Juan dice que esa Palabra de Dios “ha acampado entre nosotros” (Juan 1,14). Han desaparecido las distancias. Dios, “hecho carne” habita entre nosotros. Para encontrarnos con él no tenemos que salir fuera del mundo, sino acercarnos a Jesús. “A Dios nadie le ha visto nunca”. Es cierto. Nosotros hablamos mucho de Dios. Su nombre está con frecuencia en nuestros labios. Pero ninguno de nosotros ha visto su rostro. Hacemos oración, pasamos horas en adoración a Dios, pero nuestros ojos no pueden contemplarlo. Solo Jesús, su Hijo amado, encarnado entre nosotros es “quien lo ha dado a conocer” (Juan 1,18). Sólo Jesús nos ha contado cómo es. Sólo Cristo es la fuente para acercarnos a su misterio.

¡Cómo cambia todo cuando un día, por fin, entendemos por experiencia propia que Jesús es “el rostro humano de Dios”! Todo se hace más sencillo, más claro y más auténtico. Meditando la vida de Jesús empezamos a aprender de manera más viva y concreta cómo nos mira Dios cuando sufrimos, cómo nos busca cuando nos perdemos, cómo nos llama y espera cuando nos alejamos, cómo nos perdona cuando caemos. Casi, sin darnos cuenta, nuestro corazón se va limpiando de ideas y experiencias mediocres, pequeñas, empobrecidas y hasta poco humanas de Dios. Poco a poco, nos vamos sintiendo atraídos y seducidos, como nunca antes, por ese Dios que se nos revela en Jesús.

Un día el Bautista dijo a la gente que se le acercaba a recibir su Bautismo de agua: “Entre vosotros hay uno a quien no conocéis” (Juan 1,26). Estas palabras nos pueden hacer pensar también a nosotros en este Adviento. En teoría, nada hay más importante para nosotros que Jesús. Siempre estamos hablando de él, diariamente celebramos la Eucaristía y comulgamos con él. Sin embargo, a pesar de todo, siempre corremos el riesgo de vivir sin él. Cogidos por nuestras ocupaciones diarias, distraídos por experiencias de todo tipo, vivimos muchas veces girando en torno a problemas, disgustos, tensiones, noticias... Somos nosotros mismos los que, sin darnos cuenta, lo ocultamos con un estilo de vida que no está centrado radicalmente en Jesús.

Recientemente, el Papa Francisco hablaba del peligro de pretender “ser cristianos sin Jesús” y añadía “si no está Jesús en el centro, estarán otras cosas”. Y daba esta orientación práctica: “Solamente es válido lo que te lleva a Jesús, y solamente es válido lo que viene de Jesús. Jesús es el centro, el Señor como Él mismo dice “(7 de septiembre de 2013). Tiene razón. Si Jesús está ausente en nuestro corazón; si no sintonizamos con su Espíritu, ni vibramos con él; si no nos atrae ni seduce; si es para nosotros alguien apagado del que no escuchamos nada especial que aliente nuestra vida; si no está lleno de vida ocupando el centro de la comunidad, estamos desvirtuando de raíz nuestra vida consagrada.

San Benito, en la Regla benedictina, nos propone como criterio y norma primordial: “No anteponer nada a Cristo”. No es sólo un principio para la vida monástica sino para toda vida de seguimiento a Jesús. Si queremos acoger el misterio de Dios encarnado en Cristo, si queremos que Jesús “nazca” de nuevo con fuerza en nuestros corazones, hemos de revisar durante este Adviento todo aquello que en la práctica estamos anteponiendo a Cristo tanto en nuestra vida personal como en nuestras comunidades.

La conversión que se nos pide en Adviento significa en concreto una nueva calidad en nuestra relación con Cristo, un conocimiento más vivencial y menos teórico, una adhesión más viva y menos rutinaria, un contacto más enamorado y a esto se llega viviendo en su presencia, escuchando su Palabra, abriéndonos a su vida. Podríamos preguntarnos: ¿Es Jesús nuestro centro? ¿Qué espacio ocupa en nuestra vida? ¿Cuánto tiempo dedicamos cada jornada para estar ante él?

Jesús nos dice: “El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto; porque separados de mi no podéis hacer nada”. (Juan 15, 5-6). Sin Jesús no podemos hacer nada, todos lo hemos constatado. Hoy se nos hace una llamada fuerte a “permanecer en Él”. Probablemente, sea uno de los signos de los tiempos para la Iglesia y sobre todo para nuestras comunidades. Los tiempos de gloria y grandes éxitos, de grandes números y de grandes estructuras… quedan atrás… ¿Por dónde nos está llevando hoy el Espíritu? ¿Cómo permanecer fieles a Jesús en medio de esta realidad?

En este momento no estamos llamados a grandes éxitos sino a producir frutos, y el primero es éste: el de permanecer. Permanecer fieles a los compromisos adquiridos, ser fieles en los pasos que buscan abrirnos nuevos caminos aunque sea arriesgado; permanecer en esa lucha por estar unidos a tantos hombres y mujeres que trabajan hoy en el mundo en busca de más derechos humanos y más solidaridad. Permanecer fieles en esa denuncia contra todo lo que viene del mal. Permanecer fieles junto a los marginados, los excluidos de la sociedad, y permanecer fieles siempre a esa compasión y a esa misericordia entrañable que nos viene de Jesús Permanecer fieles. A esto nos está invitando el Espíritu del Señor en este tiempo en el que todo es cambio, todo es relativo, todo pasajero. Y hacerlo con alegría y con gozo. Permanecer anclados en nuestra fidelidad a Jesús. Permanencia que entraña dinamismo y búsqueda de nuevos caminos.

2. Buscar caminos nuevos a nuestra vida consagrada

A lo largo del Adviento se escucha en la liturgia la voz del Bautista. Los evangelistas, lo describen con palabras de Isaías 40, 3-5: “Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor: allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y las colinas; que lo torcido se enderece, que lo escabroso se iguale. Y todos verán la salvación de Dios” (Lucas 3,4-6).

La voz del Bautista nos llega en medio del “desierto”. Es el mejor lugar para escuchar la llamada de Dios a la conversión. En el desierto se vive de lo esencial. No hay lugar para lo superfluo y trivial: lo esencial consiste siempre en pocas cosas, solo las necesarias. En el desierto es decisivo conocer el camino, no perderlo nunca, caminar juntos, no detenernos, no caer en el desaliento.

El Bautista nos dice: “Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas”. Nuestras vidas están sembradas de obstáculos y resistencias que impiden o dificultan la llegada de Dios a nuestros corazones. Dios está siempre viniendo, somos nosotros los que hemos de abrir caminos para acogerlo. Las imágenes de Isaías nos invitan a compromisos concretos fundamentales: cuidar mejor lo esencial sin distraernos con lo secundario; rectificar aquello que no hemos hecho bien; enderezar caminos, pues, a veces, nos vamos por senderos torcidos.

Despojémonos de la impaciencia con que, a veces, tratamos a algunas personas; revistámonos de paciencia y tratemos a los demás con afabilidad; despojémonos del egoísmo, de los apegos a las cosas y a las personas para revestirnos de actitudes de generosidad y desprendimiento; despojémonos de la insensibilidad y revistámonos de amor incondicional; despojémonos de críticas, juicios y revistámonos de amor fraterno. Nuestra tarea es preparar el camino al Señor.

“Que los valles se levanten… “Que las colinas se abajen”. ¿Cuál es nuestra colina? Quizá sea nuestro orgullo y nuestra autosuficiencia. Pero también podemos vivir sin valorarnos, con una falsa humildad y abatimiento. Por eso se nos dice que nos levantemos y reconozcamos los dones que Dios nos ha dado para ponerlos a disposición de los hermanos. A veces, nos empeñamos por caminar por caminos tortuosos, escabrosos. Dios quiere que eliminemos los baches, las curvas que nos desvían de la senda verdadera. Prepara los caminos del Señor y le abre su puerta quien con humildad reconoce que necesita al Señor, quién está convencido de que la salvación sólo vine de Dios. Nosotros no podemos salvarnos por nosotros mismos. Por eso en este Adviento tenemos que gritar al Señor y decirle: “Despierta tu poder, Señor, y ven a salvarnos”. Ojalá todos y cada uno hagamos en nuestra vida una fuerte experiencia de salvación.

Por otra parte, el Papa Francisco en su entrevista a la Civiltá Cattólica decía: “Busquemos ser una Iglesia que encuentra caminos nuevos”. Estas palabras resumen bien sus deseos y su proyecto: construir entre todos una Iglesia que busca y encuentra caminos nuevos para ser más fiel a su Señor y a su Evangelio. ¿No es también esto lo que necesitamos en nuestras comunidades? ¿Cómo escuchar esa llamada?

Necesitamos seguramente vencer los miedos que nos tienen paralizados, sobre todo el miedo a la novedad de Dios. En la homilía de Pentecostés, el Papa Francisco expuso un mensaje que podemos meditar despacio este Adviento. Decía así: “La novedad nos da siempre un poco de miedo, porque nos sentimos más seguros si tenemos todo bajo control, si somos nosotros los que construimos, programamos y planificamos nuestra vida, según nuestros esquemas, seguridades y gustos. Tenemos miedo a que Dios nos lleve por caminos nuevos, que nos saquen de nuestros horizontes, con frecuencia, limitados, cerrados, egoístas para abrirnos a los suyos”.

“¿Estamos abiertos a las sorpresas de Dios o nos encerramos con miedo a la novedad del Espíritu Santo? ¿Estamos decididos a recorrer los caminos nuevos que la novedad de Dios nos presenta o nos atrincheramos en estructuras caducas, que han perdido la capacidad de respuesta?” (19 de mayo de 2013).

Vivir en actitud de Adviento nos está exigiendo en estos momentos liberar del miedo a nuestras comunidades. Intensificar nuestra confianza en Dios. Perder el miedo a tomar decisiones y asumir responsabilidades. Ser más audaces para asumir riesgos y aceptar sacrificios para ser más fieles a nuestra vocación. No nos ha de preocupar tanto conservar intacto nuestro pasado sino hacer posible el nacimiento de una Iglesia y de unas comunidades capaces de reproducir hoy con más fidelidad el Evangelio de Jesús. Nos hemos de preguntar con sinceridad: ¿Qué hay en el fondo de algunas actitudes de inmovilismo y resistencia a la creatividad? ¿Un deseo sincero de mantenernos fieles a Dios o una búsqueda de seguridad mundana? ¿Miedo a perder nuestra identidad o temor a las sorpresas de Dios? Corremos el peligro de caer en el inmovilismo con pretexto de fidelidad. La fidelidad es siempre creativa.

No basta liberarnos del miedo. Abrir caminos nuevos exige, además, promover una actitud de búsqueda activa. “No se nos ha entregado la vida como un guión en el que ya todo estuviera escrito, sino que consiste en andar, caminar, hacer, buscar, ver... Hay que embarcarse en la aventura de la búsqueda, del encuentro y del dejarse buscar y dejarse encontrar por Dios”. “A Dios se le encuentra caminando, en el camino”. “Dios es siempre una sorpresa y jamás se sabe dónde y cómo encontrarlo, porque no eres tú el que fija el tiempo ni el lugar para encontrarte con Él. Es preciso discernir el encuentro. Y, por eso, el discernimiento es fundamental” (Entrevista, p.20).

¿No nos haría bien meditar despacio todo esto? En estos tiempos de crisis, incertidumbres y riesgos, estamos descuidando, tal vez, el discernimiento: esa búsqueda de verdad evangélica que hemos de trabajar entre todos. El Papa nos ofrece algunas precisiones de gran interés. “El discernimiento requiere tiempo”. Se realiza siempre “en presencia del Señor”. Se lleva a cabo “sin perder de vista los signos, escuchando lo que sucede, el sentir de la gente, sobre todo, de los pobres” (Entrevista, p.5-6). ¿No necesitamos discernir mucho más para descubrir la novedad de Dios? Hemos de actuar con paciencia y realismo. Hemos de buscar la fidelidad a Dios encarnándola en nuestra situación concreta. “Es posible tener proyectos grandes y llevarlos a cabo actuando sobre cosas mínimas”.

Desde el comienzo de su servicio a la Iglesia como Papa, Francisco no ha cesado de llamar a las comunidades cristianas a salir de sí mismas para encontrarse con la vida y el sufrimiento de las gentes, con los pobres y necesitados, con las víctimas, los enfermos, los ancianos. Incluso ha introducido un lenguaje nuevo entre nosotros para exhortarnos a salir “hacia las periferias existenciales”. Lo insinuó el día de San José, en la eucaristía solemne, cuando inició su servicio: nuestra vocación es “custodiar a la gente, preocuparnos por todos y cada uno con amor, especialmente los niños, los ancianos, que son más frágiles y que a menudo se quedan en la periferia de nuestro corazón” (19 de marzo de 2013). En Semana Santa insistía en salir “a las periferias donde hay sufrimiento, donde hay sangre derramada, ceguera que desea ver, donde hay cautivos de malos patrones”. ¿Dejo a alguien en la periferia de mi corazón?.

Con el paso del tiempo su llamada se ha hecho más insistente: “Una Iglesia cerrada es una Iglesia enferma. La Iglesia debe salir de sí misma. ¿A dónde? Hacia las periferias existenciales, cualesquiera que sean... Prefiero mil veces una Iglesia accidentada, que haya tenido un accidente, que una Iglesia enferma por encerrarse. Salid fuera, salid”... “Haceos esta pregunta: ¿Cuántas veces Jesús está dentro y llama a la puerta para salir, para salir fuera, y no le dejamos salir, solo por nuestras seguridades, porque muchas veces estamos encerrados en estructuras caducas, que sirven solo para hacernos esclavos y no hijos de Dios libres? (18 de mayo de 2013, Vigilia de Pentecostés con los movimientos eclesiales).

Jesús se sentía enviado por el Espíritu hacia las periferias existenciales de su tiempo: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad y a los ciegos la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor (Lucas 4,18-19). En esta dirección hemos de buscar salir a las periferias. Estos cuatro grupos de personas, los pobres, los cautivos, los ciegos y los oprimidos son los que Jesús lleva más dentro en su corazón, los que más le preocupan. Si no son ellos quienes nos preocupan, ¿de qué nos estamos preocupando?

El Papa ha destacado con fuerza otra tarea urgente hoy en la Iglesia: curar heridas. Lo ha hecho con una imagen muy gráfica: “Veo con claridad que lo que la Iglesia necesita hoy es una capacidad de curar heridas y dar calor a los corazones de los fieles, cercanía, proximidad. Veo a la Iglesia como un hospital de campaña tras una batalla... Y hay que comenzar por lo más elemental. La Iglesia a veces se ha dejado envolver en pequeñas cosas, en pequeños preceptos. Cuando lo más importante es el anuncio primero: ¡Jesucristo te ha salvado!”. (p.13).

Debemos de “hacernos cargo de las personas, acompañándolas como el buen samaritano que lava, limpia y consuela a su prójimo”; “caminar con las personas en la noche, saber dialogar e incluso descender a su noche y su oscuridad sin perderse” (p.13). Debemos de ser comunidades samaritanas que saben acoger, escuchar y acompañar. Dentro y fuera de la comunidad. Hemos de releer la parábola del buen samaritano en actitud de conversión. No es una parábola más. Es lo primero que hemos de hacer si queremos seguir a Jesús: caminar con los ojos bien abiertos para ver a los heridos que encontramos hoy en las cunetas de la vida; no dar rodeos para seguir nuestro camino, ocupados solo en nuestros problemas y preocupaciones; no discriminar a nadie; no preguntarnos si es o no es nuestro prójimo; y curar a tanta gente que sufre heridas físicas, morales o espirituales. Nada puede haber más importante que esto. Nunca abriremos caminos a Dios en nuestra vida, si vivimos dando rodeos a los que sufren.

2. Despertar y generar esperanza

El Adviento es, por excelencia, el tiempo de la esperanza. Tiempo de espera gozosa y expectante ya que lo que esperamos es la llegada de nuestra salvación. Tiempo vivido como espera del gran misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. Una espera activa, operante. Nuestra esperanza se concentra en Jesucristo que viene. Para cultivar esta esperanza hemos de sentir la necesidad de su venida, el deseo de que venga. Se espera lo que se desea. Se desea lo que se necesita. La esperanza se teje con los hilos del deseo y la certeza.

La esperanza es espera pero espera paciente, confiada, gozosa, comprometida. Hay esperas desesperadas, esperas nerviosas o esperas pasivas. Se puede esperar con los brazos cruzados. Se puede esperar con miedo o tristeza. Se puede esperar con impaciencia queriendo el fruto antes de tiempo. La espera debe de ser paciente. Las cosas que realmente valen, no se consiguen fácilmente. La naturaleza tiene sus ritmos, y la gracia los tiene también. 

En este tiempo de Adviento en el que ponemos la mirada en la Encarnación del Hijo de Dios, también hemos de mirar a María para aprender de ella cómo se espera, cómo se prepara la venida del Emmanuel, el Dios-con nosotros.
María es para nosotros modelo de esperanza. Mujer sencilla, humilde que supo escuchar y acoger con fe la promesa de Dios. Por su aceptación y entrega al plan divino hizo posible que la Palabra de Dios acampara entre nosotros. Ella le esperó con inefable amor de madre. Ella lo recibió en sí misma como carne de su carne. Ella dijo sí a Dios: “hágase en mi según tu palabra”. Y tuvo a Jesús en un adviento prolongado dentro de sí misma. Ella nos enseña a esperar y a servir. Su esperanza fue activa. En cuanto la dejó el ángel se puso en camino para servir a su prima Isabel, signo de lo que será toda su vida. Ella que esperó contra toda esperanza será nuestro modelo y guía, ella nos llevará a Jesús.

A lo largo del recorrido del Adviento escuchamos una llamada fuerte, no sólo a despertar, a cultivar y fomentar nuestra esperanza, sino también a contagiarla y difundirla. Necesitamos esperanza para seguir viviendo, para seguir luchando, para superarnos y trascendernos, para soñar con algo nuevo y mejor. Esta llamada la podemos formular con estas palabras de Jesús recogidas en Lucas: “Levantaos. Alzad la cabeza. Se acerca vuestra liberación”. (Lucas 21,28).

Nuestro mundo se está quedando sin más esperanza que la de colmar unos deseos o anhelos materialistas. Ha perdido el horizonte, crece la inseguridad, la pérdida de confianza en la vida, la incertidumbre ante el futuro No se sabe muy bien qué podemos esperar ni en quién podemos confiar. La crisis económica hace todavía más difícil la esperanza. El paro sin apenas futuro, el crecimiento de la pobreza, la exclusión social... están generando en muchos, miedo, incertidumbre, desconfianza y experiencia de fracaso. La crisis destroza las familias, desmoraliza a los que van quedando excluidos de la sociedad y arruina la esperanza.

Nosotros, entregados a la búsqueda de Dios como lo “único necesario” estamos llamados a ser testigos y sembradores de esperanza. ¿Qué búsqueda de Dios sería la nuestra, qué seguimiento de Cristo, y qué contemplación de su Misterio de amor si nadie pudiera ver en nosotros la alegría inconfundible, la paz y la confianza de quienes viven “enraizados y edificados en Cristo”?. Si nos encerramos en nuestros propios problemas y nos quedamos sin fuerza para despertar en alguien la esperanza en Dios, estamos defraudando algo esencial a nuestro carisma y misión. Esperanza que no es el optimismo que nace de unas perspectivas más halagüeñas para el futuro; tampoco olvido y evasión de los problemas. Nuestra esperanza es, antes que nada, una experiencia que brota de Dios. Un fruto del Espíritu, un regalo de Dios que hemos de acoger, cuidar, vivir y contagiar sumergidos en su amor.

El mundo actual no puede dar esperanza. A nosotros se nos exige un testimonio. No podemos dejarnos vencer por la desconfianza, Dios se ha empeñado en un proyecto apasionante, “El Líbano se convertirá en vergel, el vergel parecerá un bosque”. Dios apuesta por el hombre y por la mujer, no se cansa nunca, ni se da por vencido, ni renuncia a su proyecto de liberación. Su esperanza no se desvanece. La esperanza y los sueños de Dios se cumplirán. Dios apuesta por lo imposible y nos llama a compartir con Cristo la misión de llevar a cabo su proyecto. Si algo trajo Jesús al mundo fue la esperanza, la confianza, la certeza de que Dios no nos deja solos, que se preocupa y está al lado del más débil, de los que más sufren. Ese mismo testimonio es el que hemos de dar nosotros.

El Papa nos llama, no a difundir una esperanza mundana, sino la esperanza cristiana, que se funda en la fe en un Dios Padre y en la Buena Noticia de Jesús: “La esperanza -dice- es como la gracia: no se puede comprar; es un don de Dios. Y nosotros debemos ofrecer la esperanza cristiana con nuestro testimonio, con nuestra libertad, con nuestra alegría. El regalo que nos hace el Dios de la gracia trae la esperanza. Nosotros que tenemos la alegría de percatarnos de que no somos huérfanos, de que tenemos un Padre, ¿podemos ser indiferentes ante esta sociedad que nos pide, tal vez inconscientemente, sin saberlo, una esperanza que le ayude a contemplar el futuro con mayor confianza y serenidad? No podemos ser indiferentes. Pero, ¿cómo podemos hacer esto? ¿Cómo podemos seguir adelante y ofrecer esperanza?” (17 de junio de 2013).

¿Qué podemos hacer desde nuestras comunidades?

¿Podemos ser portadores de esperanza en estos tiempos? Quizá tendríamos que examinarnos para ver si la crisis de esperanza también nos está afectando a nosotros. La falta de vocaciones, el envejecimiento progresivo de nuestras comunidades, la incertidumbre ante el futuro, las limitaciones… todo esto puede hacer que nuestra esperanza se vaya debilitando. Tal vez, sin apenas darnos cuenta, podemos estar permitiendo que la esperanza se vaya diluyendo en nosotros de manera callada e imperceptible,

Tenemos un riesgo y es el de instalarnos en la observancia tranquila de una vida consagrada “rebajada”, Quizás ya no esperemos gran cosa de la vida, puede ser que ya ni siquiera creamos mucho en nosotros, en nuestra propia conversión. Podemos ir cayendo poco a poco en la indiferencia y el pesimismo. Vamos haciendo más o menos lo que se nos pide cada jornada, pero la vida no nos llena. Un día comprobamos que la alegría interior va desapareciendo de nuestro corazón. Ya no somos tan capaces de saborear lo bueno, lo positivo, lo valioso que hay en nuestro entorno. Nuestra vida va perdiendo interioridad e intensidad

¿Qué podemos hacer? Confiar en que Dios puede sacarnos de nuestra apatía, de nuestra desesperanza. Estos síntomas, quizás nos están diciendo que no estamos viviendo nuestra vocación con radicalidad, que estamos descuidando nuestra relación con Cristo. Algo tenemos que cuidar más en el fondo de nuestro ser.

A lo largo del Adviento vamos a escuchar una llamada insistente: “Vigilad. Estad atentos a su venida. Vivid despiertos”. Viviremos este Adviento esperando al Mesías, el Salvador que necesitamos. Pero ya, en el cuarto domingo de este ciclo A, en vísperas de las fiestas de la Navidad, Mateo nos recordará que el Mesías Jesús es Emmanuel; “Dios-con nosotros
Sí. Dios está ya para siempre con nosotros. También ahora. También en estos tiempos difíciles para la vida consagrada. Es el Dios encarnado en Jesús, el que puede ir reavivando nuestra esperanza y consolando nuestra aflicción. Puede, sencillamente, hacer que en este Adviento pasemos “de la aflicción a la esperanza”; puede hacer crecer la confianza en nuestro corazón cansado y frágil, puede hacernos vivir estos tiempos difíciles desde su verdadera perspectiva y dimensión; puede alentarnos desde dentro para no vivir “a medias”, para no contentarnos con “ir tirando”, para no estancarnos en la rutina, para ir aprendiendo nuevas formas, más humanas y evangélicas, de trabajar y de descansar, de sufrir y de amar.

Esta apertura a Dios como fuente de vida es insustituible para reavivar nuestra esperanza cristiana, pero hemos de pensar también en crear entre todos un clima humano que propicie esta apertura confiada a Dios. Sugiero tres caminos.

La acogida mutua despierta esperanza. Por muy dura y difícil que sea la situación que vive una persona, por muy perdida que se encuentre, si percibe que no está sola, que puede contar con alguien que se interesa de verdad por ella, en esa persona es más posible que brote la esperanza. Acogernos mutuamente quiere decir no juzgarnos ligeramente, no condenarnos, respetarnos unos a otros, comprendernos, no retirar la amistad fácilmente. La acogida es posible si cada uno buscamos siempre el bien del otro. Si amamos al otro tal como es, con sus limitaciones, heridas, torpezas, manías o pecados.
La escucha sincera genera esperanza. Cuando escuchamos desde dentro a las personas, aliviamos su sufrimiento. Todos necesitamos con frecuencia desahogarnos, expresar nuestra impotencia o dolor, confesar nuestra mediocridad. La escucha en una comunidad es posible cuando hay un clima de confianza, discreción y respeto que hemos de crear entre todos. Cuando una persona se siente escuchada de verdad, empieza a recuperar la paz y la fuerza interior. Ya no se siente tan sola, recupera la confianza y la autoestima: hay alguien junto a nosotros que comprende nuestros errores y nuestra fragilidad.

Por último, hay personas que, por sus dolencias, su edad o debilidad necesitan ser acompañadas a lo largo de su recorrido. Son personas necesitadas de seguridad, de luz, de fortaleza. Necesitan un acompañamiento discreto, paciente, inteligente, que no cree dependencias ni infantilismo, pero que las sostenga en sus momentos difíciles, de oscuridad o hundimiento.

Todavía hoy sorprende el clima que san Pablo deja traslucir en sus cartas a las diferentes comunidades. No faltan tensiones y dificultades, pero Pablo les invita a vivir unas relaciones cálidas de amistad, mutua acogida y afecto.

“Acogeos unos a otros como Cristo os acoge” (Romanos 15,7); “amaos de corazón unos a otros” (Romanos 12,40); “alegraos con los que están alegres y llorad con los que lloran” (Romanos 12,15); “vivid en armonía unos con otros y no seáis altivos; poneos al nivel de los pequeños, no os complazcáis con vuestra propia sabiduría” (Romanos 12,16)

San Benito en su Regla recoge los consejos de san Pablo en un capítulo titulado “El buen celo que deben tener los monjes”, en él dice: que se anticipen los hermanos a honrarse unos otros; que se soporten con la mayor paciencia sus debilidades, tanto físicas y morales ; que se obedezcan a porfía unos a otros; que nadie busque lo que le parezca más útil para sí, sino más bien lo que lo sea para los otros; “que practiquen desinteresadamente la caridad fraterna; que teman a Dios con temor; que amen a su abad con afecto sincero y humilde; que no antepongan absolutamente nada a Cristo, el cual nos lleve a todos juntos a la vida eterna. Como veis, todo un tratado de caridad fraterna.

A pesar de nuestros cansancios, de nuestras debilidades queremos optar por la esperanza. Una esperanza en común, caminando juntos, apoyándonos mutuamente los unos a los otros, aunando fuerzas y no dispersándonos, pues los caminos son complejos y las dificultades muchas.

Es Jesús quién puede convertir “nuestros desiertos en vergeles” Y para ello necesitamos que nuestras manos débiles que muchas veces, no se abren, que no aprietan, que no abarcan, se fortalezcan, se estrechen y se tiendan en interés y ayuda a los demás. Y que nuestras rodillas vacilantes, que tanto tropiezan, que acumulan cansancio, desaliento y desánimo se robustezcan y empiecen a caminar en busca de la tierra nueva que Dios nos promete. Y que nuestro corazón cobarde, con tanto miedo a darse, con tantas reservas a ser generosos, con tanta ambición acumulada, se abra de par en par a la generosidad. Necesitamos acudir a Jesús a que nos saque de nuestra inmovilidad. Sólo desde ahí podremos ser sus testigos en nuestro mundo cansado, abatido, desesperanzado.

Los testigos de la esperanza viven ya como si hubieran visto y tocado la tierra prometida; viven a la intemperie vigilantes, y atraviesan la noche hacia la liberación plena.

Hora es ya de esperanzas y de esperas,
vamos a creer en utopías.
Basta ya de sumar melancolías,
y añadir fijaciones lastimeras.
Convertir el invierno en primavera,
Y transformar la noche en pleno día,
Poner en las tristezas alegrías,
hacer del amor única bandera.
Es el tiempo gozoso del Adviento,
presagios y noticas orquestadas,
las promesas cargadas de victoria.
Nuestra tierra sintió estremecimiento, la
mujer, toda luz embarazada,
y un DIOS que va a nacer en nuestra historia.

4. Encontrar nuestro lugar evangélico junto a los más golpeados por la crisis

El tercer domingo del Adviento (ciclo C) se lee un episodio muy significativo. La gente que ha escuchado la llamada del Bautista a “preparar el camino del Señor” se siente interpelada. Desean cambiar, pero no saben cómo. Por eso, se acercan a Juán con esta pregunta: “Nosotros, ¿qué podemos hacer? ¿Cómo podemos abrir caminos a Dios? ¿Cómo debemos prepararnos para recibir al Salvador? El Bautista tiene las cosas muy claras. No les invita a que vengan con él al desierto a hacer penitencia. No les pide que cumplan mejor sus deberes religiosos. Su respuesta es muy clara y sencilla: “El que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, que haga lo mismo” (Lucas 3,11). La mejor forma de abrir caminos a Dios es abrirnos a las necesidades de los pobres.

No es fácil escuchar estas palabras sin sentir cierto malestar. El mensaje del Bautista es tan claro que nos inquieta interiormente. Necesitamos tiempo para dejar que penetre en nuestro corazón. Sentimos que pone al descubierto la verdad de nuestra vida. Aquí se terminan todas nuestras palabras hermosas y nuestras bellas teorías. ¿Qué podemos hacer nosotros, los que tenemos dos túnicas y tenemos comida? ¿Nos atreveremos a escuchar en este Adviento la llamada concreta del Bautista a vivir de manera solidaria con los necesitados? La grave crisis que se está viviendo entre nosotros, ¿nos ayudará a abrir nuestros corazones y nuestras comunidades a los que sufren más gravemente sus consecuencias? ¿Aprenderemos a encontrar de manera lúcida y responsable nuestro lugar evangélico junto a los más necesitados?

Llevamos ya cinco años de crisis. Lo que ha sucedido en este tiempo nos permite ya conocer con más realismo el daño social y el sufrimiento humano que está generando. Millones de personas han quedado en el paro, sin apenas perspectivas de futuro para ganarse el pan con dignidad. Trabajar ya no es un derecho, sino casi un privilegio. Un número grande de familias se ha quedado sin ingresos, obligadas a recurrir a la ayuda de sus parientes, Caritas, Banco de alimentos, etc. Los recortes de salarios, pensiones y subvenciones para el paro, la pérdida de la gratuidad en el sistema de la atención sanitaria, el deterioro en la atención a los dependientes, la retirada de ayudas a los inmigrantes... está condenando a los sectores más débiles y vulnerables a vivir excluidos socialmente.

¿Qué podemos hacer? Antes de nada, romper nuestra indiferencia. Hace unos meses el Papa Francisco lanzaba en la pequeña isla de Lampedusa unos gritos desgarradores: “La cultura del bienestar nos hace insensibles a los gritos de los demás”; “Hemos caído en la globalización de la indiferencia”; “Hemos perdido el sentido de la responsabilidad fraterna”; “Nos hemos acostumbrado al sufrimiento del otro, no nos conviene, no nos interesa, no es un asunto nuestro” (8 de julio de 2013).
¿No estamos escuchando en las palabras del Papa la llamada del Bautista?

 

Nuestra primera tarea es, seguramente, despertar nuestra sensibilidad. No aislarnos del sufrimiento de la gente. Vivir informados. Estar con los ojos abiertos para captar lo que está sucediendo entre nosotros. No podemos vivir con la conciencia tranquila, pensando que no es asunto nuestro. Las víctimas de la crisis han de estar muy presentes en nuestra oración personal y comunitaria, en nuestra celebración de la eucaristía, en nuestras conversaciones y planteamientos. Hemos de sufrir con los dramas, miedos, luchas y sufrimientos de la gente.

Sin duda, la situación concreta de nuestras comunidades es muy diversa y, por tanto, sus planteamientos ante la crisis también tendrán que ser diferentes. Pero todos nos podemos hacer una pregunta: Esta crisis, vivida desde el espíritu de Jesús, ¿no nos está llamando a desplazarnos poco a poco hacia una vida más sobria y austera, para poder compartir mejor lo que tenemos, y sencillamente no necesitamos, con aquellos que se van quedando más necesitados de todo?

El Papa Francisco nos ha recordado que “los religiosos son profetas”, que “han elegido un modo de seguir a Jesús que imita su vida en la obediencia al Padre, la pobreza, la vida de comunidad y la castidad”. Estos votos “no pueden acabar convirtiéndose en caricaturas”, sino que han de ser vividos por los religiosos como “profetas que dan testimonio de cómo se vive a Jesús en medio del mundo”. ¿Cómo hemos de seguir a Jesús pobre en medio de esta sociedad en crisis? ¿Con qué nivel

de bienestar hemos de vivir proféticamente en medio de tanta gente necesitada, para que nuestra pobreza no sea una caricatura? ¿Podemos dar algún paso hacia un consumo más responsable y menos superfluo?

La crisis nos está llamando en estos momentos a estar cerca de los que van quedando con menos recursos y más indefensos, los que están más solos y abandonados. Estar junto a ellos no significa solo compartir con generosidad lo nuestro para ofrecerles alguna ayuda material. Quiere decir, además, conocerlos más de cerca, establecer con ellos lazos de amistad fraterna, acompañarlos en la búsqueda de alguna ocupación o en gestiones que puedan aliviar su situación. Puede significar también colaborar como voluntarios en servicios de ayuda social a los más necesitados.

Es aquí donde hemos de desarrollar esa actitud de acoger, escuchar y acompañar (de la que hemos ya hablado). Cada vez habrá más personas necesitadas y solas. Hay sobre todo algunos colectivos más débiles con los que, tal vez, no es tan difícil establecer una relación amistosa y solidaria: ancianos desasistidos, inmigrantes desorientados, viudas con hijos pequeños, familias sin recurso alguno... Todo lo que hagamos con ellos se lo estamos haciendo a Cristo.

Hna. María Pilar Tejada, OSB Monasterio San Salvador - Palacios de Benaver
Adviento 2013


Preguntas para la reflexión:

1.- ¿Estoy anteponiendo algo a Cristo?

2.- ¿Cuáles son los valores concretos en los que hemos de permanecer hoy fieles a Jesús en nuestras comunidades? ¿Qué es lo primero que hemos de cuidar entre todos?

3.- ¿Cuáles son, a tu parecer, los principales miedos que nos impiden abrirnos con confianza a la novedad de Dios que nos llama una renovación evangélica de nuestras comunidades?

4. - ¿Qué pequeños pasos podemos dar para estar más presentes en la vida de la gente curando heridas, aliviando sufrimiento?

5.- ¿Qué más puedo hacer para alimentar y cuidar mejor mi esperanza cristiana?

6.- ¿Qué es lo más positivo que puedo yo aportar para reavivar la esperanza en mi comunidad y en mi relación con las personas de fuera?

7.- ¿Qué hemos de cuidar más en nuestras comunidades cristianas para vivir como testigos de una esperanza viva?