Domingo 3 de Pascua - C
Juan 21, 1-19
La liturgia de este domingo nos coloca ante unos textos impresionantes. En la primera lectura se nos muestran los apóstoles, antes cobardes, transformados por la fuerza del Espíritu en personas que no temen al Consejo de los sanedritas y salen, después de ser azotados, contentos de haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús.
El Evangelio de Juan nos presenta la aparición del Nazareno junto al lago de Tiberiades y la triple confesión de amor de Pedro antes de transmitirle, en colegialidad con los demás apóstoles, el primado de su Iglesia. Es curioso observar que el marco es el mismo que en la primera vocación de los Apóstoles: Allí, la pesca milagrosa y la vocación a ser pescadores de hombres; aquí, la misión de predicar a todos los pueblos la buena nueva de Cristo resucitado.
Según el evangelista Juan esta es la tercera aparición de Jesús a los discípulos. Esta vez se aparece junto al lago de Tiberíades, en medio de la vida ordinaria a la que ellos estaban acostumbrados.
Todo comienza con la decisión de Pedro de volver a pescar, volver a la vida cotidiana de antes. Los demás discípulos deciden acompañarlo. Pasan la noche faenando pero no pescan nada. Están de nuevo juntos pero les falta Jesús y sin la presencia de Jesús, el trabajo es infructuoso: aquella noche no cogieron nada, dice el texto.
Jesús les está esperando en la orilla y les invita a tirar la red, que recogerá una pesca milagrosa. Obedecen, y no tienen fuerzas para sacar la red por la cantidad de peces capturados. Una red que es símbolo de la Iglesia. El número de peces capturado significa totalidad: todas las razas, todos los pueblos, lenguas, naciones están llamados a formar parte de la comunidad de discípulos de Jesús. Así queda patente la universalidad de la misión de la Iglesia.
Jesús les da indicaciones precisas y les asegura una pesca abundante. Ellos obedecen y obtienen un resultado sorprendente. El discípulo al que Jesús amaba reconoce en este momento al Señor. La experiencia demuestra a los discípulos que su éxito no se debe a su propio esfuerzo sino a la palabra de Jesús.
Como en la mañana de Pascua junto a la tumba vacía también ahora es el discípulo a quien Jesús amaba el primero en reconocer a Jesús con una fe plena. Pedro no ve la hora de llegar hasta Jesús. Olvida la pesca abundante, la barca y a los demás discípulos, y se lanza al agua para estar lo antes posible junto a él.
Jesús invita a todos los discípulos al almuerzo matutino con él y les manda contribuir con los peces pescados. Como en la comida milagrosa para la muchedumbre en el lago de Tiberíades, también aquí es Jesús el que toma el pan y se lo da y lo mismo el pescado. También ahora que Jesús ha resucitado les concede a los discípulos el regalo de comer juntos. Saben que es Jesús pero ninguno se atreve a decir una palabra.
Estas cosas son las que cuenta el evangelio. Pero, como siempre, con todo esto algo nos quiere decir el Señor a nosotras, que estamos celebrando la gran fiesta de la resurrección. En nuestra vida y en nuestra comunidad también anda el Señor. Quizás nos pase a nosotras como a los discípulos. No terminamos de reconocer al Señor, pero el Señor está. Además, Dios también nos habla desde las cosas que ocurren en la vida. Muchos acontecimientos llevan la marca o huella de Dios y nos transmiten su mensaje.
A nosotras también nos puede parecer que las cosas ocurren por casualidad, pero no es así. Nuestro Dios no está ausente de nuestra vida. Es el Señor el que nos va sacando de nuestras rutinas, el que nos hace sensibles a los problemas de los demás, el que nos va descubriendo otros valores que antes no veíamos, y es también el que nos anima y nos da fuerzas para seguir. El Señor anda con nosotras y va cambiando nuestra vida. Creo que descubrir esa presencia misteriosa del Señor entre nosotras es también una experiencia muy hermosa. No es algo que se sabe sólo con la cabeza. Es algo que se gusta, se saborea y se disfruta con el corazón.
Nuestras eucaristías también se parecen a aquel encuentro amistoso de Jesús con sus discípulos en la playa. Para no hundirnos en el cansancio o para encontrar nuevas fuerzas ante las dificultades, necesitamos esos momentos de estar con el Señor y sentirlo a nuestro lado. El Señor también nos reparte a nosotras su alimento, que es su Pan y su Palabra. Por eso, de nuestras eucaristías deberíamos salir contentas animadas y con más fuerzas para seguir al Señor. A nosotras el Señor tampoco nos abandona.
Tras haber comido, Jesús se dirige a Simón Pedro. El último coloquio entre ellos había tenido lugar en la hora de la despedida. En esta ocasión Pedro se había dirigido a él, le había preguntado dónde iba y le había asegurado estar dispuesto a dar la vida por él. Jesús había predicho la triple negación de Pedro en los términos en que, de hecho, se cumplió. Ahora le pregunta por tres veces si le ama y por tres veces le confía la misión de pastorear su rebaño.
Vamos a fijarnos un poco más detalladamente en la figura de Pedro.
Pedro es una figura atractiva dentro del grupo de aquellos, en su mayoría pescadores, que dejaron un día las redes y siguieron al maestro. Era un hombre cordial, emotivo, apasionado, fiel discípulo de aquel Señor que le había mirado un día a los ojos y le había llamado. Es el hombre espontáneo, que manifiesta sus sentimientos con fuerza en el lavatorio de pies: «¿Lavarme tú los pies? Jamás». Pero si ello significa que no va a tener nada que ver con Jesús, dirá enseguida: «Señor, no sólo los pies, también las manos y la cabeza». Como suele suceder en los hombres de fuertes sentimientos, se derrumba cuando le van preguntando si era discípulo de Jesús. Y el valiente se vuelve cobarde, el presuntuoso tartamudea ante una simple criada.
Cada una de nosotras tiene mucho de aquel Pedro... Incluso podría decirse que nuestro talante, tan dado a los grandes entusiasmos y los solemnes propósitos de vida, se siente especialmente cercano al hijo de Juan.
Los evangelios subrayan dos miradas de Jesús sobre Pedro: después de la primera, Pedro dejó todo y siguió a Jesús; después de la segunda, Pedro «salió afuera y lloró amargamente». Ahí sin duda comenzó el cambio del corazón de Pedro. No lo dice el evangelio, pero es claro que siguió confiando en el perdón del maestro. Es lo que no hizo Judas, que no fue capaz de creer que Jesús le seguía llamando amigo.
Él había afirmado en la Última Cena que, aunque todos abandonaran a Jesús, él no lo abandonaría. Pero luego lo negó tres veces, jurando que no lo conocía. Ahora, a la pregunta de Jesús: “Pedro, ¿me amas más que estos? Tiene que contestar con mucha más humildad, con menos presunción: “Señor, Tú sabes que te quiero.” Se cuida mucho de no añadir más que los demás, de no compararse con los otros. Su respuesta es ahora sencilla, brotando de lo mejor de su corazón: «Tú sabes que te amo... Tú sabes que te quiero».
Finalmente, entristecido ante la tercera pregunta: «Señor, tú sabes todo. Tú sabes que te quiero». Tú conoces mi negación, -- mi cobardía, mis sentimientos... Tú sabes que, desde la verdad de mi ser, a pesar de todo, te quiero.
La escena junto al lago de Tiberíades fue una gran lección para Pedro y también tiene que ser para nosotras. La historia de Pedro es nuestra propia historia. Tantos compromisos, tantos propósitos, tantas promesas y también, cuántas negaciones, huidas... Ojalá sintamos siempre que, a pesar de todo, el Señor nos sigue mirando con cariño; ojalá lloremos amargamente y, sobre todo, ojalá podamos seguir diciendo, porque nos sentimos como mecidas por la mirada de amor y de comprensión del maestro: «Señor, tú sabes todo. Tú sabes que yo te quiero».
Pedro quedará en la tierra como responsable de la comunidad de discípulos en nombre de Cristo. El servicio encomendado por Jesús es el de ir delante del rebaño, ir delante en la fe, ir delante en el seguimiento que desemboca en el testimonio por la muerte.
Cada una de nosotras podemos reconocer que muchas veces hemos sido débiles, y que hemos callado por miedo o vergüenza, y no hemos sabido dar testimonio de Jesús, aunque no le hayamos negado tan solemnemente como Pedro. Tenemos ocasión hoy y durante toda la Pascua, para reafirmar ante Jesús nuestra fe y nuestro amor, y para sacar las consecuencias en nuestra vida, de modo que este testimonio no sólo sea de palabras, sino también de obras: un seguimiento más fiel de Jesús.
También a nosotras nos dice Jesús: “Sígueme”. Desde nuestra debilidad podemos contestar al Resucitado, con las palabras de Pedro: “Señor, tú sabes que te amo”