Domingo XXII - C

banquete de bodaLucas 14,1.7-14

Jesús, en su camino hacia Jerusalén es invitado a comer en casa de uno de los principales fariseos. Había allí otros convidados, también fariseos. Y todos espiaban a Jesús. Él aprovecha durante la comida para ofrecerles a ellos y, también hoy a nosotros, sus seguidores, dos enseñanzas muy importantes, dos valores del Reino: la humildad y la gratuidad.

 Jesús ve cómo los comensales se disputan los primeros puestos. El deseo de figurar era una de los defectos típicos de los fariseos. Ya sabemos que Jesús actuaba de una manera muy distinta. Él mismo había dicho que había venido al mundo no a ser servido, sino a servir. En la última cena se puso a lavarles los pies a sus discípulos ante las protestas de Pedro, que creía que Jesús se estaba pasando. Sabemos que Jesús no hizo alarde de su categoría de Dios. Siempre anduvo por los últimos lugares, desde nacer en una cueva, como los más pobres del mundo, hasta morir en una cruz en las afueras de la ciudad.
No es de extrañar que a Jesús no le gustara aquel día el empeño de los convidados por escoger los primeros puestos. Entonces Jesús puso el ejemplo de una boda en la que uno, por subir de puesto y de categoría, es humillado delante de todos, y asegura que «todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido». Jesús no nos estaba explicando sólo una norma de urbanidad. Nos estaba diciendo que es Dios quien humilla al que se enaltece.

La humildad, una virtud que hoy en día no goza de buena prensa. No es considerada y sí, despreciada, pues se buscan los primeros puestos en el campo político, social, laboral e incluso religioso; se promueve la competitividad, el ganar más que los demás, el ocupar los primeros puestos, el tener poder etc… y esto desgraciadamente nos coge a todos, también a los que estamos siguiendo a Jesús.

Con sus palabras Jesús rompe la lógica de nuestro mundo en el que se valora más al más poderoso, al más importante. Cuánto más arriba estés más vales. Jesús trastoca los valores del mundo y nos ofrece la humildad como un antídoto a la enfermedad de la apariencia, de la vanidad y la soberbia. Nos invita a elegir los puestos dónde no destaquemos, ni seamos visibles.

La propuesta de Jesús es claramente subversiva. Dios ama a los humildes porque el humilde se sabe solidario y abierto a los demás; mientras que el soberbio -el orgulloso- el que aspira a los primeros puestos cueste lo que costare, no tiene en cuenta a los demás a no ser para utilizarlos en su provecho.

El humilde es capaz de comprender y compartir los problemas del prójimo y por eso tiene una actitud servicial para todos; mientras que el soberbio se despreocupa de todos y solamente le interesa aquello que le favorezca a él, aunque perjudique a otros.

La segunda parte de este relato es también un consejo dirigido a aquellos que organizan comida: “Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos o a tus parientes ni a los vecinos ricos porque corresponderán invitándote y quedarás pagado. Invita a pobres lisiados y ciegos; dichoso tú porque no pueden pagarte, te pagarán cuando resuciten los justos.”

La conducta de los que invitan a un banquete esperando algún beneficio ha sido siempre así y sigue siéndolo, doy algo para que me des algo, te invito para que después me invites tú. Pero Jesús pide algo más a sus seguidores, pide un cambio de mentalidad que consiste en la gratuidad del amor desinteresado, tal como él lo practicó en su vida y predicó cuando señalaba las bases del Reino de Dios, que había que construir.

Pero, ¿alguien invita a los pobres, lisiados, cojos y ciegos a una cena, a una comida, a un banquete? Generalmente invitamos a gente conocida, si tiene una posición social relevante, los acogemos mejor, no invitamos a ningún lisiado ni pobre.

Jesús destaca aquí dos valores fundamentales del Evangelio: por una parte, recupera el valor y la importancia de los pobres y marginados, de los sin nombre, de los excluidos. Por otra parte, quiere destacar el sentido de la gratuidad. Invitar a los que nunca podrán invitarme. Invitar a los que nunca podrán retribuirme la invitación. El amor es gratuidad. El trato con los demás, también con los pobres es gratuidad.

El camino de la gratuidad es casi siempre duro y difícil. Es necesario aprender cosas como éstas: dar sin esperar mucho, perdonar sin apenas exigir, ser más pacientes con las personas poco agradables, ayudar pensando sólo en el bien de la otra. Estamos olvidando lo que es vivir gratuitamente y no acertamos ya ni a dar ni a darnos. Hemos construido una sociedad donde predomina el intercambio, el provecho y el interés. Casi nada es gratuito.

El camino de la gratuidad sólo es posible cuando una misma se sabe regalo inmerecido del amor de Dios y cree que, en definitiva, en la vida el que pierde gana. Ésta es la lógica del Reino; ésta es la lógica de la nueva comunidad de Jesús.

Las palabras de Jesús en el evangelio de hoy muestran las reglas de oro del cristianismo: renunciar a darse importancia, invitar a quienes no pueden corresponder; dar la preferencia a los demás, sentar a la mesa de la vida a quienes hemos arrojado lejos de la sociedad.

Quien esto hace, merece una bienaventuranza que viene a sumarse al catálogo de las ocho del sermón del monte: «Dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos.»: "Dichosos los que viven para los demás sin recibir recompensa. El Padre del cielo los recompensará”

Pidamos al Señor que nos cambie el corazón, que nos enseñe a ser HUMILDES y a VIVIR en GRATUIDAD.