Segundo Domingo Pascua - A
Juan 20, 19-31
En este domingo segundo de Pascua, la liturgia nos ofrece la doble aparición de Jesús a sus discípulos. Nos presenta dos escenas:
La 1ª se sitúa “en el primer día de la semana” Y tiene dos momentos: La presencia de Jesús con los discípulos sin Tomás. Y, el diálogo de los discípulos con Tomás.
Y la 2ª ”ocho días después” Cuando Jesús se vuelve a aparecer a sus discípulos pero ya estaba Tomás con ellos.
Jesús, no reprocha el abandono y la soledad en que le dejaron, sino que les regala las primicias de la Pascua: la paz y el Espíritu Santo, con el perdón de los pecados.
Tres veces repite Jesús el saludo: “Paz a vosotros”. La paz y la serenidad interior es una señal de los discípulos habitados por Jesús
En este tiempo Pascual en que nos encontramos, la Palabra de Dios nos habla, desde la contemplación de las Apariciones del Resucitado con la intención de consolar y fortalecer la fe de los discípulos y también nuestra fe, sobre todo cuando, en el camino de nuestra vida diaria, aparece la duda, se oscurece nuestra fe y podemos caer en el desánimo, la tristeza y la desesperanza.
No debemos olvidar que, para el Señor Resucitado, el lugar privilegiado de su presencia es la Comunidad. Vemos como se aparece en medio de sus discípulos deseándoles “la Paz” por tres veces. Es una paz que va más allá de la mera ausencia de conflictos, es un Don de la Pascua.
Y otro efecto de la presencia del Resucitado en medio de la Comunidad es la “Alegría”. “Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor” El Resucitado viene a liberarnos de la tristeza en la que la falta de fe nos envuelve tantas veces, y a infundirnos la Alegría interior.
La aparición de hoy también levanta a sus discípulos la losa del miedo que les llevaba a estar con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Vemos la gran transformación que se lleva a cabo en ellos. Estaban envueltos en la noche y se hace la luz en sus vidas. Con las puertas cerradas, sin horizonte. Ahora saldrán a dar la maravillosa noticia a todo el mundo. Nadie los puede detener. Pierden el miedo. El encuentro con el Resucitado les hace perder el miedo a morir. “Y cuando los meten en la cárcel se sienten felices de haber padecido por el nombre de Jesús”.
Jesús sopló sobre ellos y les insufló su Espíritu: “Recibid el Espíritu Santo”. Éste será el punto de partida para los apóstoles. A partir de ahora, con la fuerza del Espíritu Santo, estos hombres tendrán la fuerza para salir y proclamar por todo el mundo que Cristo resucitó. Los discípulos tendrán paz, a pesar de ser perseguidos por un mundo que les odiará tanto como odiaba a Jesús.
Pero faltaba el apóstol Tomás. Cuando sus compañeros le dijeron que habían visto a Jesús resucitado, se negó a creerles. Solo creería si podía ver en las manos la señal de los clavos y si podía meter el dedo en su costado. Tomás tiene que enfrentarse con el misterio de la resurrección de Jesús, porque no estaba con los discípulos cuando Jesús se les aparece.
Otra vez las puertas están cerradas, pero el evangelio ya no habla de miedo. Jesús de nuevo les da su paz. Se dirige a Tomás: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos: trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente”. El discípulo que había dudado de la resurrección de Jesús, pronuncia la mayor confesión de fe en la divinidad de Jesús: Señor mío y Dios mío.
Jesús, no condena a Tomás por su falta de fe, sino que le ayuda a creer. Tomás ha exigido ver y tocar al Señor resucitado, y Jesús se lo permite, pero le basta ver su cuerpo herido y resucitado.
En lugar de reprimendas, Jesús da la paz cuando se aparece a los suyos, les devuelve la alegría que nunca perderán y que nada ni nadie se la podrá arrebatar. El encuentro con el Resucitado cambia la vida, hace pasar del miedo a la alegría.
En este domingo estamos llamadas a desear y a pedir que también a nosotras el Resucitado nos llene de su paz, de su alegría, de su Espíritu para ser sus testigos ante el mundo. Ojalá escuchemos: “Dichosas vosotras que creéis sin haber visto”
Este domingo II de Pascua, es conocido también como el “Domingo de la Divina Misericordia”. Un término, el de Misericordia, que nos muestra la grandeza de Dios, lo sublime de su actuar. Y es que la Misericordia nos habla de un Dios que tiene entrañas, un Dios que empatiza, un Dios que tiene corazón y que ese corazón es el centro de gravedad de su amor infinito. Creer en un Dios que es “Todomisericordioso” nos da consuelo y fuerza en estos días de angustia, de dolor, de sufrimiento para tantos hombres y mujeres, hermanos nuestros a los que debemos recordar en nuestra oración.