Domingo de Ramos - C
El tiempo cuaresmal ha llegado a su fin y cada uno de nosotros hemos intentado vivirlo con intensidad. Si no ha sido así, estamos todavía a tiempo, ya que para el Señor siempre hay siempre una posibilidad en el corazón humano como nos lo recuerda el diálogo con Dimas, el malhechor condenado junto a Jesús.
Nos encontramos, pues en el pórtico espiritual de la Semana Santa y el día de “Ramos” nos recuerda el ingreso triunfal de Jesús a Jerusalén, momentos antes de su pasión y muerte.
Lo paradójico de este día es que recordamos la entrada de Jesús en Jerusalén donde es recibido con júbilo y alegría. Una entrada solemne, conforme a un verdadero rey que es aceptado y querido por su pueblo. Pero que tan solo horas después, estos mismos que lo aplauden y vitorean, levantan su voz para pedir su crucifixión. Es esta situación lo que desconcierta.
Jesús entra a Jerusalén para celebrar la pascua judía junto a sus amigos y familiares. Ha enviado a algunos discípulos a que preparen la cena. Sabe que allí hay quienes desconfían de él y que están esperando la oportunidad para apresarlo. Sabe que su hora ha llegado. La hora de manifestar su Amor por los suyos hasta el extremo. Y eso mismo desea hacer Jesús al entrar en nuestros corazones: estar con nosotros, compartir la mesa y revelarnos su infinito amor y misericordia; no tiene miedo a lo que allí escondemos, a que lo rechacemos, lo entreguemos o lo abandonemos.
A veces deseamos que Jesús entre a nuestra vida y a lo profundo de nuestro corazón, pero sin “molestar mucho”. Queremos que nos traiga paz, pero que no me complique la vida. Que no me altere el corazón. Que no me hable de entregas, de cruces, de pasiones; de compartir o de amar hasta el extremo. Que se siente y se quede tranquilo.
El inicio de la Gran Semana es el tiempo oportuno para preguntarnos ¿cómo está mi corazón frente al de Jesús? Tal vez nos encontremos con un corazón dormido que no sabe cómo rezar o acompañar a Jesús; adormecido por la rutina, por el sin sentido y el tedio. O con un corazón lleno de dudas porque tiene miedo a perder la seguridad que ha conseguido, y por eso se esconde. O con un corazón cansado y dolido, que conoce de entregas amorosas pero que necesita ser reconfortado, abrazado y alimentado por el amor de Cristo.
Esté como esté nuestro corazón no podemos olvidar nunca que Jesús no entra para juzgar, molestar o castigar. Al contrario: entra a Jerusalén -y a nuestro corazón, porque está dispuesto a ir hasta las últimas consecuencias para revelarnos Su amor; para compartir con nosotros Su vida, en medio de nuestros miedos y dudas. Para enseñarnos cómo amar a nuestra familia, a nuestros padres, a los hijos, a los amigos, a los enfermos, a los marginados y olvidados.
La entrada a Jerusalén y a nuestros corazones, lo transforma todo: transforma nuestra mirada corta y egoísta en una mirada capaz de perdonar. Nuestras negaciones y traiciones en una invitación a volver a decir que sí. Nuestras cruces en lugares de vida.
Se trata de que a lo largo de estos días nos esforcemos para acoger a Jesús que una vez más llega a nuestras vidas. En Él nos llega la vida verdadera. Es importante no perderlo de vista, ya que sus gestos, sus palabras, su entrega tienen mucho qué ver con cada uno de nosotros.
La Semana Santa es una ocasión para acompañar a Jesús desde su llegada a Jerusalén hasta su Muerte y Resurrección para que, en esa experiencia, nos dejemos interpelar en lo profundo de nuestro corazón. Se trata de un tiempo oportuno para dejarnos sanar y liberar de todo aquello que nos impide amar y amarnos como el Padre desea. Y así acercar nuestro corazón a tantas personas y realidades sufrientes, y salir de nuestra mirada estrecha y nuestro corazón encerrado.