Domingo 2 Pascua - C
El evangelio de Juan describe con rasgos precisos el estado de la comunidad cristiana cuando falta la presencia viva del Resucitado. La luz se apaga y llega la noche; los discípulos quedan paralizados por el miedo a los judíos; la comunidad permanece encogida y acobardada, con las puertas cerradas, sin fuerza para la misión. Falta vida, vigor, vitalidad. Todo es miedo, cobardía, oscuridad.
María Magdalena les ha comunicado su experiencia y les ha anunciado que Jesús vive, pero ellos no la creen y siguen encerrados con las puertas cerradas por miedo a los judíos. El anuncio de la resurrección no disipa sus miedos ni tiene fuerza para despertar su alegría.
El domingo, el primer día de la semana, Cristo resucitado se hace presente en medio de sus discípulos. Las puertas de la casa, como hemos dicho, estaban cerradas. Cristo, sin embargo, no solo entra en la estancia dónde estaban reunidos, sino que entra en sus corazones, cerrados por la duda y el miedo. El miedo atenaza e inmoviliza, lleva a cerrar puertas. El miedo es un sentimiento pre-pascual que desaparecerá con la presencia del resucitado.
San Juan nos dice que Jesús se puso en medio de ellos y les dijo: “Paz a vosotros. Y dicho esto, les enseño las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor”.
La presencia de Cristo vivo en medio de ellos lo cambia todo. El evangelista subraya, sobre todo, dos aspectos. Por una parte, el resucitado arranca de sus corazones el miedo y la turbación, y los inunda de paz y de alegría: “La paz con vosotros”. Al mismo tiempo, les infunde su aliento, su espíritu, les da poder para perdonar y retener los pecados, abre las puertas y los envía al mundo: “Como el Padre me envió, así también os envío yo”.
El misterio de Cristo resucitado es, antes que nada, fuente de paz: la vida es más fuerte que la muerte, el amor de Cristo más poderoso que nuestro pecado, Dios más grande que el mal.
No basta saber que el Señor ha resucitado. No es suficiente escuchar el mensaje pascual. A aquellos discípulos les faltaba lo más importante: la experiencia de sentirle a Jesús vivo en medio de ellos. Solo cuando Jesús ocupa el centro de la comunidad, se convierte en fuente de vida, de alegría y de paz para los creyentes.
Este relato de la aparición y diálogo de Jesús resucitado con Tomás, es una maravillosa lección del proceso de fe, que desarrolla Jesús con uno de sus discípulos. El relato comienza con el encuentro de Jesús con sus amigos la misma mañana de la resurrección. Jesús les comunica su Espíritu, les da su paz, y el poder de perdonar los pecados. Los discípulos creen en Él, creen que ha resucitado.
Tomás está fuera y no les cree cuando se lo cuentan; Tomás quiere creer, pero insiste, quiere pruebas fiables, las suyas, les dice: “Si no veo, si no toco con mis manos no creo”. A los ocho días, están todos reunidos, Tomás entre ellos. Jesús se dirige a Tomás con palabras amistosas y apremiantes: “Tomás, no seas incrédulo, sino creyente” Tomás, confuso, responde en confesión emocionada: “Señor mío y Dios mío.”
La fe de Tomás nos invita a pensar en cómo es nuestra fe, ¿quién de nosotras no podría escuchar de Jesús palabras parecidas: «no seas incrédula, sino creyente”? Tomás no era un ateo, ni un renegado de su fe, amaba al Maestro, Tomás quería estar seguro de que Jesús en el que él creía estaba vivo, quería estar convencido de que su resurrección no era una alucinación de las buenas mujeres. Él tenía sus propias razones.
Todos buscamos también a menudo nuestras propias razones para poder emitir nuestro propio juicio de la verdad de la resurrección de Jesús, para creer.
La fe de Tomás nos invita a pensar en nosotras. Nuestro encuentro con Jesús resucitado no puede ser solo el resultado de nuestras propias razones, ni podemos tocar a Dios con nuestras manos ni con los argumentos de nuestro pensamiento. Jesús resucitado vive junto a Dios, está fuera de nuestras coordenadas de espacio y tiempo en las que está situada nuestra existencia humana y con las que conocemos. Conocer a Dios es algo diferente, es misterioso para nosotras, solo con nuestra mente no lo podemos alcanzar. El conocimiento de Dios, mientras vivimos aquí es un don y regalo gratuito de Dios, como lo fue para Tomás.
No hay que contentarse con haber heredado la fe, esto es una gracia que debemos agradecer, pero hay que dar un paso más hay que pasar a la fe adulta, responsable y personalizada, que nos lleve a gritar “Señor mío y Dios mío”. No creemos porque nos lo han dicho otros, sino porque nosotras mismas, cada una de nosotras, hemos experimentado la presencia de Jesús vivo en nuestra vida.