Domingo 4 Pascua - C
Juan 10, 27-30
El domingo pasado el evangelio nos hablaba de pescadores. Hoy nos habla de pastores. La Iglesia hoy celebra el día del Buen Pastor. Jesús es el buen pastor, el pastor ideal, el que conoce a sus ovejas y es conocido por ellas, el que conduce a sus ovejas y es seguido por ellas, el que defiende a sus ovejas, de manera que nadie se las pueda arrebatar, el que llega a dar su vida por las ellas.
En la tradición bíblica la imagen del pastor estaba cargada de simbolismo. Dios decía por boca del profeta Ezequiel: “Buscaré a la oveja perdida y haré volver al redil a la descarriada; me ocuparé de la gorda y de la robusta. Las pastorearé con justicia”.
Hoy, a nosotras, todavía esta imagen nos dice mucho, nos evoca la figura del pastor que hemos contemplado tantas veces en nuestros pueblos cuidando el rebaño. Sin embargo, en una sociedad urbana como la de hoy, esta imagen hoy nos les dice mucho. Rechazan que se asemeje a la gente con las ovejas, se identifica fácilmente con el borreguismo y la gente no lo soporta.
En este pasaje Jesús describe la relación entre el pastor y las ovejas, entre él y los hombres. Después señala lo que él, en cuanto pastor, hace por sus ovejas y lo que las ovejas pueden esperar de él. Finalmente muestra que todo proviene de Dios, su Padre, y que todo está sostenido por Él.
Para ser ovejas de Jesús hay que escuchar su voz y para escuchar su voz hay que acallar otras muchas voces que resuenan en nuestro interior. Hay que hacer silencio interior, recoger nuestros sentidos, pacificar el corazón, abrirlo para que penetre su voz, su palabra. Hay muchas voces que escuchar pero todas sabemos que hay voces que no nos llevan a ningún sitio.
Yo las conozco y ellas me siguen dice Jesús. En un mundo tan despersonalizado como el nuestro en el que la gente es una masa anónima, una colectividad, en la que generalmente no se nos tiene en cuenta como personas, sino que se nos cataloga como un número, el escuchar de la boca de Jesús que él nos conoce personalmente, resulta consolador y muy gratificante.
Dios nos habla y quiere establecer una relación personal con cada una de nosotras, porque nos conoce a cada una en particular. Se trata de una relación personal, un conocimiento del corazón, propio del que ama y es amado.
Dios te conoce a ti, me conoce a mí personalmente, sabe mi nombre, conoce mis necesidades, mis penas, mis alegrías, mis dudas, mis preocupaciones. Nada de lo que me acontece le resulta indiferente. Nos llama por nuestro nombre, sabe de nuestra vida, conoce todo lo nuestro antes aun de que se lo contemos, porque nos ha creado, ha dejado su huella en nosotras, sabe lo que necesitamos en cada momento. Nuestro Dios no es un ser lejano, un legislador exigente, sino un amigo cercano, un hermano fiable.
Y precisamente porque nos conoce bien, nos habla y nos llama, y nosotras le seguimos porque reconocemos su voz. Su voz no es la de un extraño, sino de alguien que nos quiere, que se preocupa de nosotras, que está atento a nuestras necesidades. “Ellas me siguen” dice Jesús refiriéndose a sus ovejas, a nosotras.
Jesús no obliga a nadie a formar parte de su rebaño. Se conforma con hablar e invitar. Depende de nosotras abrirnos a él, fiarnos de él, y entrar así en comunión con él.
“Yo les doy la vida eterna y jamás perecerán ni nadie me las quitará” dice Jesús. Ningún ser humano por mucho que nos quiera y se preocupe por nosotras, nos puede prometer la vida eterna, nos puede preservar de todo mal. Cuando describe Jesús la finalidad de su misión, recibida del Padre dice: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” Todo lo que hace es para indicarnos el camino que lleva a la vida. Jesús no quiere imponernos ningún peso ni hacernos la vida difícil. Solo quiere para nosotras la Vida Verdadera.
Jesús tiene un poder inaudito. Es capaz de dar realmente la vida eterna, porque tiene poder de alejar todos los peligros. Ya en el discurso del pan de vida había declarado: “Esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda a ninguno de los que él me ha dado, sino que los resucite en el último día”. También para los que pertenecen a Jesús la vida terrena acaba inevitablemente con la muerte pero Jesús tiene poder sobre la muerte. Los resucitará y los acogerá en su vida divina.
Finalmente Jesús hace una de las afirmaciones más fuertes de su relación con su Padre: “El Padre y yo somos uno solo” El que estaba en el principio con Dios tiene una comunión tan íntima con él, que puede afirmar que su Padre y él son uno. Esa es la unidad que también pedirá para sus discípulos: “como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, también ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste”