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Fieles Difuntos - C 2025

2 noviembre fieles difuntos 2025Juan 14, 1-6

Hoy, en el Día de los Difuntos, la Palabra de Dios nos invita a detenernos, a mirar más allá de lo visible, y a contemplar con esperanza el misterio de la vida eterna. Jesús se acerca con ternura a nuestro corazón y nos dice: “No se turbe su corazón.”

Estas palabras, pronunciadas con la dulzura del que conoce nuestro dolor, suenan hoy como un bálsamo. Es como si Jesús se sentara junto a nosotros, en medio de la nostalgia por aquellos que han partido, y nos dijera con amor: “No tengas miedo. Confía en mí. Yo no te dejo solo, ni dejo solos a los que amas.”

La muerte toca lo más profundo del ser humano. Nos enfrenta con la fragilidad de nuestra existencia, con la impotencia ante lo inevitable, con el misterio que no alcanzamos a comprender. Sin embargo, en medio de esa oscuridad, Jesús enciende una luz: la certeza de que la muerte no tiene la última palabra. Él mismo, con su resurrección, transformó la muerte en puerta, el final en comienzo, la ausencia en plenitud.

“En la casa de mi Padre hay muchas moradas.” Qué palabras tan llenas de consuelo. En ellas se revela el corazón de Dios: un Padre que espera, que prepara un lugar, que desea reunir a todos sus hijos bajo un mismo techo de amor. En esa casa nadie sobra, nadie está olvidado, nadie queda fuera del abrazo divino. Jesús va delante, como quien prepara el hogar para la familia que ama. El cielo no es una idea lejana ni un consuelo imaginario; es el cumplimiento del amor, el hogar definitivo preparado por Cristo donde el tiempo ya no separa y el amor nunca se apaga.
Cuando Jesús declara: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”, nos muestra que no se trata solo de creer en la existencia del cielo, sino de vivir ya en comunión con Él. El camino al cielo comienza aquí, cuando dejamos que Jesús guíe nuestros pasos, cuando aprendemos a amar como Él ama, cuando buscamos la verdad que libera y la vida que da sentido. Quien vive unido a Cristo experimenta ya un anticipo del cielo, porque la eternidad empieza en el corazón que ama, en el alma que confía, en la persona que se abandona en las manos del Padre.

Hoy recordamos a nuestros difuntos, pero no desde la desesperación, sino desde la esperanza. Ellos no están lejos; están en las manos misericordiosas de Dios, en esa plenitud donde ya no hay lágrimas ni dolor. Nuestra oración por ellos es un lazo que nos une más allá del tiempo y del espacio. Al orar por quienes amamos, afirmamos nuestra fe en la comunión de los santos: esa hermosa verdad de que seguimos siendo familia, aunque la muerte haya cambiado la forma de nuestra cercanía.

Por eso, este día no debe ser un día de tristeza sin consuelo, sino de gratitud y de confianza. Agradezcamos la vida de quienes nos precedieron, su amor, su testimonio, su fe. Y pidamos la gracia de vivir con los ojos puestos en el cielo, sin perder de vista la esperanza que sostiene cada paso. Que el recuerdo de nuestros difuntos nos impulse a amar más, a vivir con profundidad. Porque un día, en la casa del Padre, volveremos a encontrarnos, y allí ya no habrá despedidas, sino plenitud, luz y alegría sin fin.