Con estas palabras da comienzo San Gregorio Magno el Libro Segundo de los Diálogos que dedica a la narración de la vida y de los milagros de San Benito, nuestro fundador, Patriarca de los Monjes de Occidente.
Vivió hace quince siglos. Ha transcurrido pues mucho tiempo desde su paso por la tierra. Pero su figura, su obra y, sobre todo su mensaje, contenido en la Regla escrita por él, para que en los monasterios la observasen sus discípulos, sigue interesando aún hoy en día por muchos motivos.
Este hombre de Dios, en tiempos de profundas transformaciones, presidió el nacimiento de la cristiandad medieval. ¿Cómo? Con su Regla escrita por él, practicada en miles de monasterios diseminados por toda Europa. Ella fue la norma que alentó aquellos hogares de vida cristiana, a su vez influyentes núcleos de civilización y cultura. Fue la que inculcó la primacía de los valores del espíritu, el reencuentro del hombre consigo mismo, la fraternidad universal, la dignificación del trabajo, el amor hacia el estudio y el saber de la antigüedad, la disciplina, el orden y la paz.
Las obras más sólidas del progreso social y espiritual de la Edad Media se fraguaron en el silencio de las abadías benedictinas y gracias a ellas se llevó a cabo la tarea de reconstruir Europa, y de salvar el depósito de la fe y de la cultura.
Por ello Pío XII llamó a San Benito Padre de Europa y Pablo VI lo declaró Patrono y Protector de la misma. Uno y otro han insistido también sobre la vitalidad del ideal monástico benedictino y la importancia actual de su influjo en este doloroso renacer que nuestra sociedad contemporánea está viviendo. Porque aquellos principios que San Benito propugnó hacia el año 500 son válidos para nuestro mundo de hoy.
San Benito escribió una Regla para monjes, notable por su discreción y clara en su lenguaje. Fruto maduro de su conocimiento de la tradición monástica, de su reflexión, de su experiencia, de su santidad. Esta Regla será aceptada por todos los monasterios occidentales y hará de San Benito el Patriarca de los Monjes de Occidente. Tal es la herencia que nos dejó este hombre que renunció a los estudios liberales para no dedicarse más que a la búsqueda del Absoluto.
La redacción de la Regla fue el fruto de su roce con la vida cotidiana de los hermanos: equilibrio, prudencia, moderación, discreción, delicadeza. Su nota más sobresaliente que la diferencia de las anteriores reglas es su carácter profundamente humano, en el doble sentido de que responde a un conocimiento maravilloso de la naturaleza humana y de que se muestra para con sus debilidades tan misericordiosa como firme, tan generosa como prudente.
Lo esencial de la Regla benedictina consiste en su moderación, en su equilibrio, en su discreción. Equilibrio y moderación que se manifiestan en la justa distribución del día entre la oración, el trabajo y el descanso; o en la alternancia entre el trabajo físico e intelectual. Es una norma de vida a la altura del hombre de hoy. La discreción es pues la nota que siempre ha llamado la atención en esta Regla.