Ascensión del Señor - C
Lucas 24, 46-53
La Ascensión del Señor que celebramos hoy forma parte del misterio pascual de Cristo, completa la Resurrección. Jesús culmina su proceso, viene del Padre y vuelve al Padre, viene del amor y vuelve al amor, y nos muestra el camino del Hombre Nuevo, para llegar un día al Reino.
Esta fiesta nos habla de plenitud; todo se ha cumplido como Jesús ha ido anunciando a sus discípulos: “Salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo para volver al Padre” (Jn 16, 28).
Jesús no es que suba ni baje, al cielo, sino que es una forma de hablar los hombres con categorías de espacio y tiempo, lo que quiere trasmitirnos es algo más profundo que intenta tocar el misterio de la vida y que hace referencia a la fe. Es la capacidad de trascenderse de toda persona, lo que se nos presenta aquí. La Ascensión es el comienzo de una forma nueva de estar entre los suyos. No nos ha abandonado sino que permanece entre nosotras. Su presencia es mistérica e invisible, pero lo sentimos cercano y dentro de nosotras mismas.
La Ascensión es una fiesta para el compromiso. Jesús se va al cielo y ahora es nuestro turno. Él terminó su obra, pero nos dejó a nosotras la misión de continuarla y completarla: “Id...” No nos quiere mirando al cielo... Queda todavía mucho por hacer. Jesús necesita de todos, no podemos quedarnos mirando al cielo. Jesús nos deja una tarea, nosotras tenemos que llevar a cabo la misión de Jesús; nosotras tenemos que continuar el trabajo que Jesús comenzó: Anunciar la Buena Noticia a los hombres y ser sus testigos en nuestro mundo.
Pero nuestro testimonio tiene que ser como el de Jesús, no sólo con la palabra, sino con la vida. Ya no se nos pide hablar mucho, sino transparentar bien. Que nuestra vida sea argumento de la verdad de Cristo, de la verdad de Dios. Que algo de Dios puedan ver todos en nosotras. Digamos que Dios es amor, amando; digamos que Dios es misericordia, compadeciendo y perdonando; digamos que Dios es gozo, viviendo en alegría; digamos que Dios es comunidad, compartiendo y comulgando hasta el final.
Y para que podamos realizar esto Jesús nos envía el Espíritu, la fuerza de Dios pues por nosotras mismas no podemos nada, necesitamos la fuerza, el aliento de Dios. Jesús “mientras los bendecía se separó de ellos, subiendo hacia el cielo”. Es el final de Evangelio de Lucas, que enlaza a su vez con el principio del libro de los Hechos de los Apóstoles, que también escribe Lucas, y que comienza contando como “lo vieron levantarse, hasta que una nube se lo quitó de la vista. Mientras miraban fijos al cielo, viéndolo irse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse”. En la escena final del evangelio de Lucas, Jesús «se separa de ellos subiendo hacia el cielo». Los discípulos tienen que aceptar con todo realismo la separación: Jesús vive ya en el misterio de Dios. Pero sube al Padre «bendiciendo» a los suyos.
Vamos a fijarnos hoy en un aspecto concreto del evangelio de Lucas: la bendición de Jesús. Según Lucas, Jesús levanta las manos con las que había bendecido a los enfermos, a los niños; con las que había tocado a los leprosos, los impuros; con las que había agarrado a Pedro para salvarlo de las aguas en las que se hundía; con las que había levantado del lecho a la suegra de Pedro…
Mientras iba subiendo al cielo los bendecía. Jesús vuelve al Padre bendiciendo a sus discípulos. Es su último gesto. Jesús deja detrás de sí su bendición. Sus seguidores comienzan su andadura protegidos por aquella bendición de Jesús. El gesto de Jesús se hace universal. Todo el mundo queda bajo la bendición de Dios: las guerras, las enfermedades, luchas están ahí pero el mundo está protegido, defendido, salvado por la bendición de Dios. El mundo no está perdido, en poder del mal, sin remedio…
Nos dice el relato evangélico que los discípulos sienten una gran alegría. No sienten la tristeza de la separación, no se quedan con sentimiento de orfandad, no se sienten solos, ni perdidos, sino con la alegría de poder vivir bajo la bendición de Jesús, amparados por el Padre, marcados por su bendición.
Continúa el texto: “Estaban siempre bendiciendo a Dios” Y es que la respuesta que brota a la bendición de Dios es bendecir a Dios, alabarlo, darle gracias. Cuando te sientes bendecida te brota el bendecir, el alabar, el glorificar, el dar gracias. Alabar a Dios siempre, en todo, pues la alabanza y bendición es el fundamento de nuestra vida, lo permanente, lo que ha de estar siempre presente.
Conclusiones que podemos sacar como contemplativas.
El quedar bendecidas por Jesús nos tiene que llevar:
- A vivir acogiendo la bendición de Dios desde Jesús. Todas las bendiciones (la del final de la eucaristía, la de la mesa, la de la abadesa..) son la actualización de esa bendición primera, fontal, de Jesús.
- A vivir bendiciendo, es decir, diciendo cosas buenas de todos, especialmente de las hermanas, siendo una bendición para las demás, deseando su bien, haciendo el bien, sembrando amor.
- A no maldecir, no desprestigiar, no criticar, no juzgar, no ofender, no hacer daño a las demás con nuestras palabras, con nuestros gestos, miradas, reacciones, silencios, indiferencia, agresividad.
- Crear entre todas una comunidad bendita, acogedora de la bendición de Jesús, donde las hermanas nos bendigamos, nos deseemos la paz, nos amemos con el amor de Jesús; dónde se tenga en cuenta, se atienda con más cariño y atención a las más débiles y necesitadas, enfermas.
- Bendecir a Dios como respuesta a su gracia y bendición. Lo hacemos fundamentalmente en el rezo del Oficio con los salmos de alabanza: “Bendito sea el nombre del Señor” Liturgia de una comunidad que vive alabando, que no interrumpe su alabanza.
Y con relación al mundo:
- Bendecir a Dios por todo lo bueno que hay en la humanidad (gestos de bondad, progreso, desarrollo de los pueblos, educación, sanidad ) Bendecir y agradecer a Dios en nombre de quienes no bendicen ni agradecen.
- Invocar la bendición de Dios sobre los pequeños, los pobres, los malditos, los estigmatizados, los olvidados, y abandonados.
En un mundo donde es tan frecuente maldecir, condenar, hacer daño y denigrar, es más necesaria que nunca la presencia de seguidoras de Jesús que sepan bendecir, buscar el bien, hacer el bien, atraer hacia el bien.
El que bendice no hace sino evocar, desear y pedir la presencia bondadosa del Creador, fuente de todo bien.
La bendición hace bien al que la recibe y al que la practica. Quien bendice a otros se bendice a sí mismo. La bendición queda resonando en su interior como una plegaria silenciosa que va transformando el corazón, haciéndolo más bueno. Nadie que pase la vida maldiciendo a los demás que significa, no desear el bien a las personas, puede sentirse bien consigo misma.
A todos los seres humanos, a todos tiene el Señor bajo el manto de su amor. La misión de los monjes, de las monjas, es la de bendecir a todos con mucha solidaridad, no porque nos creamos mejores, sino precisamente por ser solidarios con los hombres pecadores de este mundo.
La fiesta de la Ascensión es, pues, una invitación a ser portadoras y testigos de la bendición de Jesús a la humanidad. Es el tiempo de colaborar en la transformación del mundo hasta que Jesús, el Señor, vuelva y lo encuentre preparado conforme a su querer. Pues que todas seamos conscientes de la misión que tenemos encomendada: el ser testigos de Jesús desde la especificidad de nuestra vocación, desde nuestra condición de contemplativas.