Domingo XX - C
El evangelio de hoy resulta desconcertante si lo queremos entender al pie de la letra. “He venido a traer fuego a la tierra” ¿Acaso Jesús es un pirómano? “No he venido a traer la paz sino la guerra” ¿En qué quedamos? ¿No es la “paz” la primera palabra que resonó en Belén en el nacimiento de Jesús y la primera que nos trajo el Espíritu Santo después de la Resurrección? “Debo ser bautizado con un bautismo de sangre”. ¿Está invitando Jesús a sus comunidades cristianas a un baño de sangre a causa de las guerras de religión? ¡No! Hay que entender estas palabras en el mismo sentido simbólico que fueron dichas.
“He venido a traer fuego a la tierra”. Dios se manifestó a Moisés en el desierto en una “Zarza que ardía sin consumirse”. Y es una imagen fantástica, sugerente, evocadora. Un Dios que arde en llamaradas de amor; un amor que no puede acabarse ni consumirse. Cuando Jesús nos dice que desea que “todo este mundo esté ardiendo” nos está diciendo que un mundo ardiendo en llamaradas de amor, sería el verdadero sueño de Dios.
Es la tarea principal de Jesús, la de ayer, hoy y la de siempre: poner amor donde no hay amor, dejar sembrada la tierra del conocimiento del Padre y del fuego del Espíritu, encender corazones, apasionar vidas, enamorar.
El amor es el verdadero motor de la vida. Una persona no es nada si no es amada por otra. Vivimos para amar y ser amados. Y el único mandamiento que nos dejó Jesús, como su testamento antes de morir, fue éste: “Amaos unos a otros como Yo os he amado”.
Este evangelio viene a subrayar, una vez más, la urgencia del Reino, la dedicación que nos pide, la toma de postura cuando llegue el momento, que el fuego es siempre caliente y arde, no admite medias tintas.
Jesús desea que el fuego que lleva dentro prenda de verdad, que no lo apague nadie, sino que se extienda por toda la tierra y que el mundo entero se abrase.
“No he venido a traer la paz”. Quiere decir que Jesús no ha venido a traer cualquier tipo de paz, sino la auténtica, la definitiva, la que es el cúmulo de todos los bienes (Shalom). A Jesús no le va la paz como “mera ausencia de guerras”. Es eso y mucho más. Es, sobre todo, lucha esforzada contra la injusticia. “La justicia y la paz se besan,” como dice el salmo indicándonos que sin justicia social y moral no puede haber paz evangélica. La paz es fruto de la justicia, de la equidad, de la solidaridad, del amor.
Tampoco le gusta a Jesús la “paz de los cementerios”. Allí hay mucha paz, pero no hay vida. Cuando en un grupo se dice: “Ese tema no se puede tocar” ¡Ni nombrarlo! ¡Así habrá paz! ¿Cómo se puede construir la paz con miedo a la verdad? Según Jesús, hay que desenmascarar las “falsas paces” y vivir la paz que nos ofrece el Evangelio.
Jesús trae al mundo una paz que el mundo no puede dar. La falsa paz, al verse amenazada, se vuelve violenta y quiere echar fuera al que vine con la verdadera paz.
“He venido a poner división”. Jesús es muy claro, su seguimiento implicará muchas veces ruptura, contradicción, enfrentamiento y, si el seguimiento también lo pide, a veces la muerte, como le sucedió a Jesús y a muchos otros mártires.
San Lucas está escribiendo para una comunidad en que, abrazar el cristianismo, por parte de un miembro de una familia judía o pagana, podía suponer la expulsión de ella o aún la persecución sangrienta. ¿Hoy mismo, qué no supondría a un musulmán hacerse cristiano?
El seguimiento de Jesús implica casi siempre caminar "contra corriente" en actitud de rebeldía y ruptura frente a costumbres, modas, corrientes de opinión, que no concuerdan con el espíritu del evangelio. Y eso exige no solamente resistirse a dejarse domesticar por una sociedad superficial y consumista, sino saber contradecir a los propios amigos y familiares cuando nos invitan a seguir caminos contrarios al evangelio. Por eso, seguir a Jesús implica también estar dispuesto a la conflictividad y a la cruz, a compartir su suerte, aceptar libremente el riesgo de una vida crucificada como la suya sabiendo que nos espera la resurrección.
Jesús nos enseña hoy con claridad que el Evangelio no busca acomodarse entre las situaciones de injusticia e hipocresía que se vivían en su tiempo; a él no le interesa una paz a cualquier precio, a él le interesa hacer la voluntad del Padre y, si el hacer esta voluntad implica ruptura, el discípulo ha de estar dispuesto a asumirla.
Escribe Bernanos: "Cristo nos pidió que fuéramos sal de la tierra, no azúcar, y menos sacarina. Y no digáis que la sal escuece. Lo sé. El día que no escozamos al mundo y empecemos a caerle simpáticos será porque hemos empezado a dejar de ser cristianos".
"Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres" (Hch 5,29), responde Pedro al Sanedrín que le quiere amordazar.” Hay que obedecer a Dios antes que al miedo, antes que a los criterios mundanos, antes que a las presiones de los familiares y amigos interesados y cómodos. Naturalmente que la vida es compleja y que hay que discernir la opción que se ha de tomar en cada caso, pero la consigna de Jesús es intangible.
Entonces, ¿en qué quedamos? ¿Jesús nos da la paz o la guerra? Las dos cosas al mismo tiempo. Seguirle fielmente supone provocar la guerra y perder de alguna forma la paz. Supone perder una falsa paz, una paz superficial; pero supone ganar la paz, la de Jesús. Él ha dicho: "Mi paz os dejo, mi paz os doy; pero no como la da el mundo".