Jesucristo, Rey del Universo
Lucas 23, 35-43
Terminamos el año litúrgico con la fiesta de Cristo Rey, un rey que reina desde la Cruz, donde entregó su vida por amor. Jesús tiene una manera peculiar de reinar. Su “trono” es la cruz. Y su “vara de mando” es una toalla ceñida y una jofaina llena de agua. Cristo reina desde la cruz porque en ella entregó su vida por todas las personas, una vida que vivió desde una profunda actitud de servicio.
Hoy celebramos su realeza. Sabemos que, mientras Jesús vivió nuestra vida mortal, no resultó fácil reconocerle como rey. No se parecía a los reyes de este mundo. Era demasiado pobre, demasiado sencillo, demasiado cariñoso y cercano a los más desgraciados de la vida. Incluso, para los fariseos y otros enemigos, Jesús era un embaucador, un blasfemo o un endemoniado.
Y, es que el Reino de Dios no es un reino como los demás ni nuestro rey se parece a ninguno de los que ha habido o habrá en la historia de la humanidad. Ya decía Jesús que estamos acostumbrados a que los poderosos nos exploten u opriman pero que entre nosotros no debía ser así. Lo malo es que las personas tendemos a imaginar lo que no conocemos a partir de su semejanza mayor o menor con las cosas que conocemos. Por eso, el mismo Jesús habló de reino y nosotros hemos terminado haciéndole a él rey. Y de tanto usar las palabras se nos ha colado la idea de que su reino es eso: un reino, y de que él es rey como lo son los reyes de este mundo.
El reino de Cristo no se fundamenta en el poder humano, como los reinos de este mundo, sino en el amor, servicio y misericordia. Cristo es rey porque desde la cruz vence el mal, perdona y salva. Su reino no sólo pertenece al futuro, está en el presente y transforma la vida de los que creemos en él.
Lucas nos presenta a Jesús crucificado, junto con dos personas más (“malhechores”, les llama el evangelio). La gente mira impasible. Las autoridades se burlan de Él, pidiéndole que se salve a sí mismo si verdaderamente es el Mesías, como dice. Incluso los soldados también le hacen burla, dándole a beber vinagre e increpándole para que se baje de la cruz. Lucas también nos dice que sobre su cabeza había un letrero con la acusación: “Este es el rey de los judíos”.
Impresiona la escena. Por una parte, los que gritan y dan órdenes a Jesús, los que se ríen de él, los que no entienden nada de Dios, los que se mofan: «Si eres rey, sálvate»; «Si eres rey, sálvanos»; «A otros ha salvado, ¡que se salve!». Por otra parte, dos condenados y, de uno de ellos sale una confesión de fe en el Rey que puede salvar de verdad: «Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino». Unos se mofan. Uno cree. Este Rey salva a los que buscan la salvación, a los que creen, a los que esperan, a los que tienen el corazón sano a pesar de lo que hayan hecho...
Jesús va a demostrar que es verdaderamente el “rey” con su actitud en la cruz. De pronto, en medio de tantas burlas y desprecios, una sorprendente invocación: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. No es un discípulo ni un seguidor de Jesús. Es un de los dos delincuentes crucificados junto a él. Lucas lo propone como un ejemplo admirable de fe en el Crucificado.
Este hombre, a punto de morir ajusticiado, sabe que Jesús es un hombre inocente, que no ha hecho más que bien a todos. Intuye en su vida un misterio que a él se le escapa, pero está convencido de que Jesús no va a ser derrotado por la muerte. De su corazón nace una súplica. Sólo pide a Jesús que no lo olvide: algo podrá hacer por él.
San Lucas argumenta, por medio del buen ladrón, que Jesús es un condenado «inocente» (dejar claro esto es muy importante para los destinatarios del evangelio de Lucas, los nuevos cristianos de cultura griega, que podrían escandalizarse si Jesús hubiera muerto por ser delincuente).
Jesús le responde de inmediato: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Ahora están los dos unidos en la angustia y la impotencia, pero Jesús lo acoge como compañero inseparable. Morirán crucificados, pero entrarán juntos en el misterio de Dios.
El señorío de Jesús. La palabra «rey» en nuestra cultura occidental actual tiene muchos matices y muchas aristas. Por eso no nos preguntamos ¿a qué «rey» servimos?, sino ¿a quién seguimos y servimos?
Jesús se presenta como Señor en la cruz; él no es el rey de los palacios y de los Imperios que necesita sirvientes y esclavos. Es un señorío de honestidad fiel, de entrega amorosa, de coherencia hasta el final. El señorío de Jesús no se fundamenta en humillar a nadie, en maldecir a nadie, en castigar a nadie. Es la fuerza del bien, que no hace ruido, que no es espectacular, que revela la fuerza de Dios. Es un señorío real aunque parezca un fracaso; Jesús lleva a cumplimiento la misión del Padre: no sólo inaugurar sino hacer realidad el Reino de Dios. La salvación tiene un nombre, que es el de Jesús.
Esta fiesta, purificada de otras intenciones poco claras que tuvo en épocas pasadas, nos sirve a los cristianos, a nosotras consagradas ahora para proclamar al Señor como Rey de nuestras vidas. Es una ocasión hermosa para decirle que él es nuestro Señor y nuestro Rey en lo profundo del corazón. No vivimos para el dinero, ni para las comodidades, ni para servir a otros señores que nos esclavizan. Su persona, sus palabras y su forma de vivir son la norma para nuestra vida de seguidoras de Jesús. Porque Jesús es nuestro Señor y nuestro Rey, para él es nuestra vida entera y todo nuestro cariño.
Madres Benedictinas – Palacios de Benaver (Burgos)