Domingo III - A

3 to AMateo 4, 12-23

Hoy damos comienzo a la lectura del evangelio de S. Mateo, que nos acompañará durante todo el año litúrgico. El evangelio de hoy nos presenta el comienzo de la vida pública de Jesús. No pudo tener un comienzo más humilde y sencillo. Nada que ver con las grandes ceremonias que nos gusta hacer en nuestros días para marcar el comienzo de los grandes eventos. .

El arresto de Juan el Bautista empuja a Jesús a tomar el relevo. A partir de ahora será él quien continúe con la predicación de la Buena Noticia del Reino y su implantación en medio de este mundo.

El Bautista había irrumpido en el desierto de Judá, junto al Jordán. Su mensaje era de conversión ante la inminente llegada de Dios que trae un hacha en la mano para cortar los árboles que no dan fruto.

Jesús, por su parte, cambia de escenario. Se traslada desde Nazaret, – el pueblo donde se había criado y vivido durante unos 30 años-, a Cafarnaúm, situado junto al lago de Genesaret. Una tierra que por su proximidad a otros pueblos extranjeros era llamada Galilea de los gentiles (Is 8,23).

A primera vista, Jesús se limita a repetir el mismo mensaje de Juan: Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos (v.17). Pero el tono y las consecuencias de su predicación serán muy distintas. Si la proclamación de Juan suscitaba cierto temor, el anuncio de Jesús genera alegría y gozo, y proporciona luz para salir de las tinieblas en las que vive Israel.

De este modo se cumplen las palabras del profeta Isaías en la primera lectura: El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaba en tierra y sombras de muerte, y una luz les brilló (Is 9,1). Si la invitación del Bautista movió a muchos a bautizarse, la proclamación de Jesús se convierte en una invitación al seguimiento y a involucrarse en la tarea del Reino, que trae curación y salvación para todos: Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres (v. 19). Jesús anuncia un proyecto en el que la prioridad será curar y recuperar a quienes viven sumergidos y oprimidos por las fuerzas del mal.

Jesús comenzó a predicar diciendo: convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos. Las palabras de Jesús son muy claras; si no nos convertimos, no tendremos acceso al Reino de los cielos. La conversión es una condición necesaria para entrar en el Reino de Dios. Necesitamos convertirnos cada una de nosotras en particular y necesita conversión la Iglesia entera, en general. Una Iglesia convertida del todo a Cristo sería una Iglesia santa y católica, una Iglesia una y plural. Igualmente, un mundo de personas convertidas a Cristo sería un mundo – Reino de Dios.

La conversión es la principal tarea de nuestra vida. De hecho profesamos “el voto de conversión de nuestras costumbres”. Toda nuestra vida debe ser conversión, purificación continua y constante de nuestra mente y de nuestro corazón. Nacemos inclinadas al pecado; toda nuestra vida debe ser una lucha contra nuestro “hombre viejo”, para construir en nosotras el “hombre nuevo”, a imagen de Cristo. Eso es conversión. Esta es la conversión a la que nos comprometimos el día de nuestra profesión. Jesús busca colaboradores para llevar a cabo la misión del Reino y elige a unos pescadores sencillos. Pedro y su hermano Andrés están pescado cerca de la orilla del lago. Jesús pasa cerca y les dice que le sigan y los hará pescadores de hombres. Ellos no lo dudaron ni un instante. La palabra persuasiva del Maestro encontró eco en el corazón sencillo de aquellos rudos pescadores.

Luego serán Juan y Santiago. También ellos estaban trabajando cuando Jesús los llamó y también ellos respondieron con prontitud y generosidad. De ese modo iniciaron la más bella y audaz aventura que jamás pudieron soñar. Nunca olvidarían aquel encuentro, nunca abandonarían el camino emprendido en aquellos momentos. Camino de luchas y renuncias, pero camino también de luz y de gloria.

También ahora Jesús pasa a nuestro lado. Nos ve quizá enfrascadas en nuestra tarea diaria, ensimismadas en nuestro trabajo. Nos mira como miró a Pedro y nos dice que le sigamos, que quiere hacernos pescadoras de hombres, que quiere encendernos para que seamos anunciadoras de la Luz, antorchas vivas que alumbran las sombras de muerte en que yace el mundo. Las barcas y las redes, nuestros pequeños ídolos nos retraen quizá, lo mismo que les ocurriría quizás a los primeros discípulos. Pero como ellos hemos de mirar hacia delante y no hacia atrás, fijarnos en la Luz que está al fin del camino y ser valientes para recorrerlo.

Recibimos una primera llamada de Jesús en nuestra juventud y respondimos con toda ilusión y generosidad. Luego, los roces de la vida y nuestra propia mediocridad nos van desgastando. Aquel ideal que veíamos con tanta claridad parece oscurecerse. Se puede apoderar de nosotras el cansancio y la insensibilidad.

Tal vez seguimos caminando, pero la vida se hace cada vez más dura y pesada. Seguimos “tirando", pero, en el fondo, sabemos que algo ha muerto en nosotras. La vocación primera parece apagarse. Es precisamente en ese momento cuando hemos de escuchar esa «segunda llamada" que puede devolver el sentido y el gozo a nuestra vida. Dios comienza siempre de nuevo.

Es posible reaccionar. La escucha de la «segunda llamada" es ahora más humilde y realista. Conocemos nuestras posibilidades y nuestras limitaciones. No nos podemos engañar. Tenemos que aceptarnos tal como somos. Es una llamada que nos obliga a desasirnos de nosotras mismos para confiar más en Dios. Conocemos ya el desaliento, el miedo, la tentación de la huida. No podemos contar sólo con nuestras fuerzas. Puede ser el momento de iniciar una vida más enraizada en Dios.

Esta «segunda llamada" nos invita, por otra parte, a no echar a perder por más tiempo nuestra vida. Es el momento de acertar en lo esencial y responder a lo que pueda dar verdadero sentido a nuestro vivir diario. La «segunda llamada" exige conversión y renovación. Dios sigue en silencio nuestro caminar, pero nos está llamando. Su voz la podemos escuchar en cualquier fase de nuestra vida, como aquellos discípulos de Galilea que, siendo ya adultos, siguieron la llamada de Jesús. Ojalá que hoy seamos capaces de escuchar y acoger una nueva llamada que Dios nos hace y respondamos con la misma generosidad e ilusión que lo hicimos al comienzo de nuestra vida consagrada.