Ascensión del Señor - A
Mateo 28, 16-20
Con esta fiesta de la Ascensión termina prácticamente la Pascua. Es el último encuentro de Jesús resucitado con los discípulos. Y se repiten en él dos constantes que han estado presentes a lo largo de los cuatro evangelios. Por una parte, la confianza que Jesús pone en los discípulos. Les dice que ellos van a ser los encargados de continuar su obra. Las palabras de Jesús no pueden ser más claras: “Id y haced discípulos de todos los pueblos”.
En sus manos ha puesto Jesús el tesoro del evangelio, del anuncio de la buena nueva de la salvación para la humanidad. Pero, por otra parte, el autor de los Hechos de los Apóstoles no renuncia a dejar en claro incluso en este último momento la incomprensión de los discípulos. Después de haber seguido a Jesús por los caminos de Galilea y en su viaje hacia Jerusalén, después de haber sido testigos directos de sus palabras y sus milagros, de su cercanía a los pobres y su llamada a la conversión porque “el Reino de Dios está cerca”, después de haber visto como el maestro era detenido, juzgado y condenado a muerte en cruz, después de haber experimentado la resurrección, todavía los discípulos siguen sin comprender del todo la misión de Jesús –y, por tanto, su misma misión como continuadores de aquella–. Al final de todo no se les ocurre más que preguntar si “¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?” No se habían enterado.
Sólo la promesa del Espíritu Santo mantiene la esperanza de que los discípulos lleguen a comprender del todo la misión de Jesús y su propia misión. Ese periodo tan especial que va desde el día de la Pascua, el de la resurrección de Jesús, hasta su ascensión termina con la fiesta de hoy. Pero el periodo de aprendizaje de los discípulos no ha terminado. Necesitan recibir el Espíritu Santo que será el que les haga conocer de verdad el significado de las palabras y de la vida de Jesús. De alguna manera, es necesario que Jesús desaparezca de sus vidas para que abran su corazón a una comprensión más profunda y verdadera de su figura. Hasta comprender que hay otra forma de presencia de Jesús en medio de la comunidad, una presencia que será constante y firme hasta el final de los tiempos.
Hoy en la Iglesia, en nuestra comunidad, en nuestro corazón, seguimos necesitando la presencia del Espíritu que nos ilumine para comprender cuál es la esperanza a la que nos llama Jesús, la riqueza de la gloria que es la herencia de los que creen en él, la grandeza de la misión de ser testigos del amor de Dios para todos, sin límites ni distinciones. Quizá nos convendría releer la segunda lectura y hacer con ella nuestra oración para pedir al Padre que nos envíe el Espíritu de Jesús, porque, aunque como a los apóstoles nos cuesta entender, queremos seguir su llamada a anunciar la buena nueva de la salvación a todos los hombres y mujeres.