Domingo XIX - A
Mateo 14, 22-23
Después de la multiplicación de los panes y los peces, Jesús despide a sus discípulos, les manda que vayan en barca a la otra orilla, y sube al monte de Galilea a hablar con su Padre en el silencio de la noche, Mateo relata sólo dos ocasiones en las que Jesús se retira a solas para orar en soledad: tras la multiplicación de los panes – que vemos hoy – y en el huerto de Getsemaní.
Los discípulos obedecen y se adentran en el mar. Mateo resalta las condiciones adversas que les amenazan: están solos, sin la presencia de Jesús, lejos de la orilla, la barca sacudida por las olas, con el viento contrario. Además, ha anochecido y las tinieblas lo envuelven todo. No es de extrañar que ante ese panorama los discípulos no sientan miedo y angustia.
En medio de esa peligrosa situación, se asustan al ver un hombre caminar sobre las aguas. Los discípulos reaccionan con miedo, no sabían que era Jesús, creen ver un fantasma, pero se equivocaban: no se trataba de una ilusión, sino que tenían delante al mismo Señor, que les invitaba a no tener miedo y a confiar en Él. Jesús se manifiesta a sus discípulos y les revela quién es él, se presenta con señorío sobre las mismas olas del mar y les dice: “soy yo, no tengáis miedo”. Jesús se manifiesta como el Señor y el Salvador. “Soy yo”, así se había revelado en el monte Sinaí. Pedro reacciona con fe y confianza y le dice a Jesús: “Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre el agua”. Jesús accede a la petición de Pedro y este se lanza a su encuentro caminando también sobre las aguas, pero cuando va caminando siente miedo de la tormenta, duda y comienza a hundirse. Pedro se debate entre la fe y la duda. Teme las adversidades, su fe vacila y grita al Maestro: “Señor, sálvame”. Jesús le tiende su mano, lo agarra y le dice: ¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado? Pedro experimenta a Jesús como una mano tendida; se deja agarrar por él y siente que Jesús lo salva de hundirse. La escena culmina con Jesús y Pedro subiendo a la barca con los otros discípulos, que ante la multiplicación de los panes y peces (evangelio del domingo anterior), y ahora el hecho extraordinario que acaban de contemplar, se postran ante él, y le adoraron diciendo: Realmente eres Hijo de Dios.
Jesús a través de este encuentro manifiesta su identidad, como hizo en el monte Tabor. Qué difícil nos resulta a todos descubrir la presencia y cercanía de Dios. Elías (1ª lectura) creía poder encontrar al Señor en un huracán, en un terremoto o en el fuego, en las cosas extraordinarias, que escapan a su dominio, pero no en un simple susurro. Los apóstoles pensaban ver un fantasma, cuando en realidad era el mismo Jesús quien se les acercaba y manifestaba su divinidad. Nuestra propia experiencia tampoco dista tanto de la de Elías como la de los apóstoles.
El Evangelio de hoy nos pone ante el problema del miedo y de la fe. Siempre aparecen las dificultades como en la barca sin estabilidad, y como los apóstoles nos sentimos solas, el oleaje, la desesperanza, como viento huracanado, nos asalta por todos lados, y nos entra el miedo, todo lo vemos negro y perdemos la confianza, nuestra fe se tambalea. Menos mal que acabamos escuchando ese: Ánimo, soy yo, no tengáis miedo y nos vuelve la calma; la luz y la esperanza empiezan a aparecer. La barca ha sido reconocida en la reflexión cristiana como símbolo de la Iglesia o comunidad de los creyentes en Jesucristo, zarandeada desde sus comienzos y a lo largo de su historia por las olas tormentosas de la persecución, las ideologías contrarias a la fe, y en general por todas las crisis que le toca soportar. Pero también a cada persona, a cada una de nosotras, nos toca afrontar momentos de oscuridad y de vientos contrarios en el transcurso de la existencia, y es en esas situaciones cuando es necesario reconocer la presencia salvadora de Jesucristo resucitado, significado anticipadamente en el relato del Evangelio, cuando Él se les aparece a sus discípulos caminando sobre las aguas.
Hoy la Palabra nos da la oportunidad de reconocer nuestros propios miedos para acogerlos desde la confianza absoluta de que Jesús, el Señor, camina a nuestro lado hasta en las situaciones más límites y dolorosas. En el encuentro sereno con Él podemos experimentar que nos tiende su brazo para que no nos hundamos en nuestros temores y dificultades. Él nos dará la fuerza necesaria para arriesgarnos por aquellos caminos que nos parecen intransitables Sigamos adelante con los ojos fijos no en nosotras mismas, ni siquiera en nuestra pequeña o gran barca, sino en el Señor que conduce la Historia y nuestros pasos, en el Hijo de Dios que nos acompaña siempre.