Domingo 5 Cuaresma - C
La liturgia de este domingo nos presenta el impresionante relato de la mujer adúltera.
Al amanecer Jesús se presenta de nuevo en el templo. De pronto, un grupo de escribas y fariseos irrumpe trayendo a "una mujer sorprendida en adulterio". No les preocupa el destino terrible de la mujer, lo que pretenden es poner a prueba a Jesús. Nadie le interroga de nada. Está ya condenada. Los acusadores lo dejan muy claro: "La Ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras. Tú, ¿qué dices?
Si Jesús dice que hay que apedrear a la mujer podrá ser acusado de despiadado y se hundirá para siempre su fama de profeta misericordioso. Si no la condena, no merece el nombre de profeta y será denunciado por contradecir la Ley de Moisés, que imponía la lapidación como pena por el adulterio (Lev 20,10; Dt 22, 22-24).
La situación es dramática: los fariseos están tensos, la mujer angustiada, la gente expectante. Jesús guarda un silencio sorprendente. Tiene ante sí a aquella mujer humillada, condenada por todos. Pronto será ejecutada.
Jesús, que está sentado, se inclina hacia el suelo y comienza a escribir algunos trazos en tierra. Seguramente busca luz. Los acusadores le piden una respuesta en nombre de la Ley. Él les responderá desde su experiencia de la misericordia de Dios: aquella mujer y sus acusadores, todos ellos, están necesitados del perdón de Dios.
Los acusadores sólo están pensando en el pecado de la mujer y en la condena de la Ley. Jesús cambiará la perspectiva. Pondrá a los acusadores ante su propio pecado. Ante Dios, todos han de reconocerse pecadores. Todos necesitan su perdón.
Como le siguen insistiendo cada vez más, Jesús se incorpora y les dice: "El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra". ¿Quiénes sois vosotros para condenar a muerte a esa mujer, olvidando vuestros propios pecados y vuestra necesidad del perdón y de la misericordia de Dios?
Los acusadores "se van retirando uno tras otro". Jesús apunta hacia una convivencia donde la pena de muerte no puede ser la última palabra sobre un ser humano. Más adelante, Jesús dirá solemnemente: "Yo no he venido para juzgar al mundo sino para salvarlo".
Después, Jesús toma posición: tampoco él la condena a muerte, sino que le dirige esta exhortación: “Vete y en adelante no peques más”. Jesús está muy lejos de aprobar el comportamiento de esta mujer o de minimizarlo. Lo que ella ha hecho es pecado; va contra la voluntad de Dios. Jesús la exhorta enérgicamente a abstenerse de un comportamiento así. La absuelve de su culpa y le muestra su nueva tarea.
Ambas partes, los acusadores y la mujer, han experimentado la misericordia de Dios. Los acusadores han comprendido que ellos mismos tienen necesidad de la misericordia de Dios y que no pueden proceder con presunción y sin misericordia contra el prójimo. La mujer ha sido salvada por Jesús en su peligrosa situación y ha experimentado a través de él el perdón misericordioso.
Es curioso que en el relato nadie hable del adúltero cuando el Levítico dice: “si alguien comete adulterio, el adúltero y la adúltera serán condenados”. Como sucede siempre en una sociedad machista, se condena a la mujer y se disculpa al varón.
Jesús no soporta aquella hipocresía social alimentada por la prepotencia de los varones. Aquella sentencia a muerte no viene de Dios. Con sencillez y audacia admirables, introduce al mismo tiempo verdad, justicia y compasión en el juicio a la adúltera: «el que esté sin pecado, que arroje la primera piedra».
Los acusadores se retiran avergonzados. Ellos saben que son los más responsables de los adulterios que se cometen en aquella sociedad. Entonces Jesús se dirige a la mujer que acaba de escapar de la ejecución y, con ternura y respeto grande, le dice: «Tampoco yo te condeno». Luego, la anima a que su perdón se convierta en punto de partida de una vida nueva: «Anda, y en adelante no peques más».
Jesús al mirar a aquella mujer le estaría diciendo lo que había expresado el profeta Isaías: “No recuerdes lo de antaño, no pienses en lo antiguo; mira que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notas? Y aquella mujer comenzaría a sentir, porque experimentaba una mirada que la quería y la comprendía, que se abrían caminos nuevos en el desierto de su vida, ríos en el yermo de su corazón.
Muchas son las lecciones que podemos sacar de este evangelio de “la mujer adúltera”:
La 1ª lección que podemos aprender de este relato es la actitud de respeto que Jesús tuvo hacia aquella mujer. Jesús tiene delante a una mujer pecadora, despreciada y condenada por los judíos. Jesús no avergüenza a aquella mujer, ni le reprocha su conducta. Ve en ella una persona débil, una persona despreciada, una persona humillada. Y sabemos muy bien la acogida, la comprensión y el trato que Jesús dio siempre a los pecadores.
La 2ª lección es el Amor y la Misericordia que Jesús tuvo con aquella mujer. Jesús no sólo respeta a aquella mujer, sino que la perdona. En Jesús está y se refleja todo el Amor y la Misericordia de Dios. En aquella mujer estamos representadas todas nosotras, que somos pecadoras. Y Jesús nos dice también a nosotras lo que dijo a aquella mujer: “Yo no os condeno. Os perdono. No pequéis más”.
La 3ª enseñanza que podemos sacar es la actitud de comprensión que tuvo Jesús: “¿Nadie te ha condenado? Yo tampoco te condeno”. Cuando todas somos tan dadas a condenar lo que hacen los demás; a descalificar al prójimo; a reprochar los defectos ajenos, recordemos las palabras de Jesús: “El que esté limpio de pecado, que tire la primera piedra”.
En la Cuaresma ése es un punto que no debemos olvidar. Todas somos pecadoras. Todas somos frágiles. Ninguna es perfecta. Al final, todas estamos necesitados de la misericordia de Dios. Todas necesitamos de la mano amiga que nos levante de la postración del pecado.
Que estas actitudes que Jesús tuvo con aquella mujer adúltera de respeto, de misericordia y de comprensión, las tengamos también entre nosotras y con los demás.