Domingo 28 - C
El evangelio que acabamos de escuchar puede ser muy aprovechable en nuestra reflexión de hoy. La lepra era en aquella época, una enfermedad terrible, por su manifestación física (el cuerpo se llenaba de llagas) y sobre todo por la explicación de su origen, enfermar era resultado del pecado, si uno enfermaba era porque había hecho algo malo (esa expresión tan injusta “algo habrá hecho”); pero además esta enfermedad incurable llevaba consigo que el que la padecía no podía vivir con nadie ya que era contagiosa, y eran expulsados a las afueras de los pueblos y ciudades, hasta que les llegaba la muerte.
Ser leproso, era pertenecer a una población marginal y condenada a la exclusión mientras su enfermedad no fuese curada. En la actualidad es una enfermedad considerada como erradicada, pero sigue existiendo en pequeños círculos, para la mayoría desconocidos.
La curación de los diez leprosos no es fruto de un rito mágico, o de un juego de manos que hace Jesús, la curación se debe a la confianza que los diez tienen en la capacidad de Jesús de hacer posible lo imposible. Sin embargo, más importante que la curación es llegar a comprender lo que esa curación significa, y esto no lo llegaron a comprender todos los que fueron sanados.
Sólo uno (un samaritano, un extranjero hereje para los judíos) además de ser curado y ser devuelto a la vida normal, es capaz de ver en la curación un acto del poder de Dios. Los diez han compartido una misma experiencia: la de la curación, pero sólo uno experimentará la salvación, que es la auténtica y verdadera curación que necesita todo hombre, pues es la que lo capacita para volver y dar gracias a Dios de lo que le sucede. El definitivo milagro de Jesús, fue lograr que uno de ello no solo se alegrara por ser curado, sino que fuera capaz de reconocer la presencia de Dios en todo lo que le había pasado.
La experiencia de la salvación es una experiencia que felizmente, siguen teniendo muchas personas, en nuestros días, pero son muchos más los que no sólo no llegan a tenerla, sino que ni siquiera sienten la necesidad de experimentarla, porque su salvación está puesta en otras cosas.
El ser agradecidos, suele ser una actitud para la que se nos enseña desde pequeños, todos hemos aprendido a decir gracias cuando recibimos algo, más adelante cuando vamos creciendo aprendemos a descubrir que el agradecimiento es algo más que decir gracias, sino que es una actitud del corazón. El corazón agradecido es aquel que es capaz de actuar desde la premisa de que no lo tenemos todo, que necesitamos más cosas de las que creemos de los de los que nos rodean, y esa actitud nos lleva a ser agradecidos por lo que recibimos de forma gratuita. Y además, el agradecido suele ser él al mismo tiempo generoso, ya que si soy capaz de reconocer que necesito de los otros, aprendo que puede haber otros que necesiten de mí, y estaré dispuesto a dar lo que me pidan y a compartir lo que tengo.
Podríamos hoy examinarnos sobre nuestro ser o no ser agradecidos. En nuestra vida podremos descubrir muchas circunstancias en las que el otro nos hace el bien, pero no sé si solemos o sabemos estar a la altura. De los diez del evangelio sólo uno fue capaz de volver a dar gracias y demostrar con su presencia su disposición a hacer lo que fuera por aquel que lo había salvado. Sólo uno tenía el corazón agradecido como para expresar ese agradecimiento.
El agradecimiento del cristiano, el agradecimiento del hombre de fe, siempre va dirigido en última instancia hacía Dios, ese Dios que nos quiere, y al que le debemos tantas cosas. Hoy le agradecemos al Señor todo lo que hace por nosotros. Te damos gracias Señor, y te pedimos que nos des un corazón agradecido y generoso.