Domingo 2 Cuaresma - A 2023
El evangelio de hoy es el relato de transfiguración de Jesús ante Pedro, Santiago y Juan, invitados por Jesús a vivir una experiencia singular. El hecho acontece seis días después del primer anuncio de la pasión que no dejó de conmover profundamente a los discípulos. Este relato quiere ser un anticipo consolador acerca del destino final de Jesús que no le impedirá el camino de la pasión y muerte, pero que concluirá en la existencia gloriosa de la resurrección.
Entre los detalles que conviene tener presente es la presencia de dos grandes figuras del Antiguo Testamento como son Elías y Moisés. El primero representa a los profetas y el segundo a la Ley; ambos sintetizan el largo proceso de preparación y promesa del misterio de Jesús. Jesús ha venido a dar pleno cumplimiento y sentido a la Ley y los Profetas porque cuanto anunciaron se ha cumplido en Él.
Otro aspecto a destacar es la reacción de Pedro. Seducido por lo que está viviendo interviene espontáneamente: “Señor, ¡Qué bien estamos aquí!” Pero Pedro no ha entendido bien las cosas: quiere hacer tres tiendas, “una para Jesús, otra para Moisés y otra para Elías” Su primer error consiste en quererse instalar en la experiencia del monte; se olvida de la gente que los necesita; no quiere volver a la vida cotidiana; no quiere bajar para seguir el camino que le conduce hasta la cruz.
Es la tentación del intimismo, de la huida, de no quererse enfrentar a la realidad cotidiana, ni afrontar los problemas de la vida. Quisiera prolongar indefinidamente ese instante que, por el contrario, debería servir para ponerse en camino.
También nosotras, como Pedro, quisiéramos "eternizar" el reposo, la contemplación. Es hermoso permanecer sumergidas en la luz. Es bonito permanecer ausentes de la lucha que se libra allá abajo... Sin embargo, es necesario bajar de nuevo. La montaña es bella. Pero el lugar de nuestro vivir cotidiano es la vida, lo cotidiano, con su aburrimiento, banalidad, fatiga, contradicciones etc... Pedro confunde la pausa con el final. El Papa Francisco nos dice: ¡Fuera el pararse en una contemplación que no entiende ni atiende a lo que nos pasa a los hombres y mujeres de este mundo!
“Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: “Este es mi hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo” La voz de Jesús es la única que hemos de escuchar, las demás voces nos distraen del camino, nos confunden.
Al oír esto, los discípulos caen por los suelos “llenos de espanto”. Están sobrecogidos por aquella experiencia tan cercana de Dios, pero también asustados por lo que han oído. Entonces, Jesús “se acerca y, tocándolos, les dice: Levantaos. No tengáis miedo”. Sabe que necesitan experimentar su cercanía humana: el contacto de su mano, no solo el resplandor divino de su rostro. Siempre que escuchamos a Jesús en el silencio de nuestro ser, sus primeras palabras nos dicen: “Levántate, no tengas miedo”.
Cuando nos detenemos a escuchar en silencio a Jesús, en el interior de nuestro corazón escuchamos siempre algo como esto: “No tengas miedo. Abandónate con toda sencillez en el misterio de Dios. Tu poca fe basta. No te inquietes. Si me escuchas, descubrirás que el amor de Dios consiste en estar siempre perdonándote. Y, si crees esto, tu vida cambiará. Conocerás la paz del corazón”.