Domingo 4 - B 2024
En nuestros días se habla mucho de crisis de autoridad a todos los niveles: en la familia, en la política, en la enseñanza e incluso en la Iglesia. En medio de esta situación de crisis, el evangelio de hoy nos presenta a Jesús con una autoridad sorprendente. Él puede ayudarnos a recuperar lo que tanto se echa en falta en los más diversos ámbitos de la vida cotidiana.
Hay dos aspectos en el ministerio público de Jesús que merecen la alabanza de su autoridad. El primero es el de su enseñanza, el de sus palabras: la gente que le escuchaba no podía menos que exclamar: “Jamás hombre alguno ha hablado así”; “este enseñar con autoridad es nuevo”. El segundo es el de sus obras: Al liberar a un endemoniado del mal espíritu que le atormentaba, todos se preguntaban asombrados: “Que es esto?. Hasta manda a los espíritus inmundos y le obedecen".
Con sus palabras llenas de autoridad Jesús se presenta como el “profeta definitivo” del que Dios había hablado a Moisés. Él es el último eslabón en esa larga cadena de enviados de Dios para enseñar y revelar a los hombres su voluntad.
Jesús convence y suscita admiración porque habla no con palabras vacías, sino con el corazón, sintiendo y viviendo lo que dice. Aquí radica la autoridad de su palabra, y aquí radicará también la autoridad de nuestras propias palabras. Si queremos tener autoridad ante los que comparten nuestra misma fe, ante quienes profesan otras religiones o ante quienes han optado por no creer en nada, la condición indispensable será la de sentir de corazón y vivir de verdad lo que digamos. Nunca convenceremos con palabras vacías, como aquellas que pronunciaban los escribas y fariseos, a los que Jesús acusaba de personas que dicen, pero no hacen lo que dicen. Como Jesús hemos de estar poseídas por la Palabra de Dios. Sólo así nuestras palabras serán acogidas y producirán impacto en los demás, sirviendo de consejo y estímulo a una vida más auténticamente cristiana.
Pero la autoridad de Jesús no se reducía a lo que decía y al modo en que lo decía; se extendía también a todo lo que hacía. No sólo levantó entusiasmos al escucharle, sino también y sobre todo al ver cómo ayudaba a los necesitados. Y es que, si nos dejamos convencer por las palabras sinceras, mucho más nos sentimos persuadidas por los hechos. “Obras son amores y no buenas razones”, dice un antiguo refrán. Jesús convence, más que por lo que dice, por lo que hace y por lo que es: “Sé que eres el santo de Dios”, tiene que reconocer el mal espíritu acosado por Jesús en aquel hombre endemoniado.
Expulsar los malos espíritus, que se hacen perceptibles en los dramas humanos y en las tragedias sociales, es la tarea fundamental de Jesús y es también tarea de la Iglesia en cada uno de sus miembros. No seamos ingenuas pensando que los espíritus inmundos son cosa del pasado. Basta abrir los ojos para percibir que también en el presente siguen haciendo de las suyas, siguen esclavizando y alienando. Son esos espíritus de la mentira, de la corrupción, de la injusticia, del egoísmo, de la ambición; en una palabra, son esos espíritus que nos arrastran al pecado en todas sus formas. Poco podemos hacer por nosotros mismos para eliminarlos de nuestro entorno o de nuestro mundo. Pero en la fe y en la comunión con el único y verdadero Señor del mundo sí podremos hacerlos frente con garantía de éxito. Ante el “santo de Dios” nada podrán hacer los espíritus del mal, cualesquiera que sean sus modos de actuar.