Séptimo Domingo Ordinario - C

compasionEl domingo pasado escuchábamos las bienaventuranzas de Lucas y hoy seguimos con el llamado discurso de la llanura.

Jesús se dirige “a los que le escuchan…” a los que abren su corazón para guardar su mensaje. Y hoy nos hace también a nosotras una llamada a abrir el oído del corazón para acoger su Palabra y dejarnos transformar por ella.

El evangelio de hoy se centra en el núcleo de la doctrina de Jesús: el amor, un amor que llega hasta el extremo, “amar a los enemigos, hacer el bien a los que nos odian, bendecir a los que nos maldicen y orar por los que nos injurian”. Quizá sea este el mandato más difícil de cumplir, la gran novedad que nos aporta Jesús.

Jesús nos pide que no devolvamos mal por mal, sino que respondamos con el bien. Nos pide esto porque en su trato con nosotras, él nos trata así. Puesto que él es misericordioso con nosotras, él quiere que nosotras también lo seamos con los demás.

Estas propuestas se entienden desde la convicción profunda de Jesús de que el mal o la violencia no se podrán superar nunca yendo por el mismo camino. Hay que buscar la paz y la reconciliación empezando por pacificar el propio corazón y diciendo a haciendo a la otra persona lo que querrían que me dijeran o hicieran a mí.

Jesús hizo esto a lo largo de su vida. Estas palabras son reflejo de su forma de actuar. Él no quiso hacer ni dejó que sus discípulos hicieran nada contra los samaritanos que no lo querían recibir (lc 9,53-55). Impidió que los discípulos actuaran con violencia cuando lo detuvieron en el monte de los Olivos (Mt 26, 52-53). Rogó al Padre que perdonara a los que lo estaban crucificando, más aún, los disculpó (Lc 23,24).

Todas habremos experimentado en algún momento que, cuando actuamos contra la hermana que nos ha podido ofender, las más dañadas somos nosotras mismas, mucho más de lo que podemos dañar a quien nos ofende. El odio y el rencor son sentimientos que, si les damos cabida, pueden dañar gravemente nuestra vida. Dice un refrán que “nunca nos sentiremos bien por haber practicado el mal; nunca el rencor y la venganza proporcionan contento” Si queremos acabar con un enemigo convirtámoslo en amigo.

El que sea un programa de difícil cumplimiento, no significa que haya que descartarlo como imposible. Siempre será una meta y una referencia de aquello a lo que debemos aspirar como discípulas de Jesús. Tendremos que pedir la ayuda de Dios para ir dando pasos en esta dirección.

El amor exige un esfuerzo, pues se necesita aprender a deponer el odio, superar el resentimiento, bendecir y hacer el bien. Jesús nos pide orar por los enemigos. Pero no quiere decir que debamos tener sentimientos de afecto, simpatía o cariño hacia quien nos hace mal. El enemigo sigue siendo el enemigo, y difícilmente puede despertar en nosotras esos sentimientos. Amar al enemigo es, más bien, pensar en su bien, hacer lo que es bueno para él, no desearle mal alguno.

Jesús nos da dos reglas claras de comportamiento ante la persona que nos ofende. En la primera nos dice: “tratad a los demás como queréis que ellos os traten”.  El bien que queremos para nosotras, lo debemos querer para los demás; el mal que no queremos para nosotras, debemos evitárselo a las otras. ¡Cómo cambiaría nuestra vida, nuestras relaciones comunitarias, si cumpliésemos este mandato del Señor!

No se trata de tomar al pie de la letra el evangelio, sino más bien el espíritu que lo mueve, pues el mismo Jesús, cuando el soldado le abofetea, se defiende y le pregunta: si he faltado al hablar, muestra en qué he faltado, pero si he hablado como se debe, ¿por qué me pegas? (Jn 18,23). Hacer el bien a los que nos hacen bien –dice Jesús–, también lo hacen los pecadores. Si nosotras queremos que los demás nos traten bien, que nos perdonen y comprendan, lo mismo hemos de desear y hacer con las demás. Todas queremos que se nos trate bien, la manera de lograrlo es que nosotras tratemos bien a las demás. Si nos adelantamos a hacer el bien, es probable que las demás en lugar de hacernos mal, nos devuelvan el bien.

Y la otra razón que da Jesús para amar a los enemigos es para que imitemos la misericordia de Dios, que es bueno con los malvados y desagradecidos. Esta debe ser la característica principal de los que somos hijas del Altísimo, porque nuestro Dios, el Altísimo, es exactamente lo que hace con cada una de nosotras, y nosotras como sus hijas debemos imitarlo.

Dios es compasivo y misericordioso. Imitar esas cualidades suyas es el camino de la sabiduría y de la paz. Así es el Padre. Y solo con ese espíritu pueden imitarle sus hijos. Ese talante se concreta en dos prohibiciones y en dos exhortaciones:

  •  “No juzgar”. No conocemos las profundas motivaciones que llevan a los demás a actuar. No conocemos todas las circunstancias en las que se sitúan sus decisiones.
  •  “No condenar”. No podemos negar a los demás la oportunidad para revisar su comportamiento. Nada es definitivo mientras vamos de camino.
  •  “Perdonar”. Somos un “ejército de perdonados”, como ha dicho el papa Francisco. Todos hemos necesitado y necesitaremos una y mil veces el perdón.
  •  “Y dar”. Nadie es autosuficiente. Estamos rodeados de pobres. Podemos dar alimentos y vestidos, oportunidades y medios para vivir. Y sobre todo, el tiempo, que es la vida misma.

Y concluye este pasaje bíblico: “con la medida con la que midierais se os medirá a vosotros”. ¿Es nuestra medida la del perdón, la de magnanimidad, la tolerancia y comprensión, la del olvido…? ¿Podemos pedir perdón a Dios si nosotras no perdonamos? Si no perdonamos, nosotras mismas nos condenamos cuando rezamos: perdona nuestras ofensas, como también nosotras perdonamos a los que nos ofenden, como yo perdono a los que me ofenden.  (Mt 6,12). ¿Podemos guardar rencor contra una hermana que es al mismo tiempo hija de Dios y a quien Dios ama como tal?

Pidamos a Dios que nos enseñe a amar con él nos ama y a perdonar como él nos perdona.

Madres Benedictinas – Palacios de Benaver (Burgos)