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No cabe duda de que para que te hayas fijado en esta sección es que algo dentro de ti te está interrogando, removiendo, de que tu corazón ansía algo más de lo que estás viviendo ahora mismo.
Y has sentido una curiosidad por la vida monástica.
Incluso te preguntas si Dios te estará mirando de una forma especial, si querrá algo más de ti.
¡Puede que Dios te esté llamando!
No lo pienses más, si una voz dentro de ti te dice:
¿Quieres amar la vida y ver días de felicidad?
Y tú respuesta es afirmativa, Dios te dice:
«Si quieres gozar de la vida verdadera y perpetua, apártate del mal y haz el bien, busca la paz y corre tras ella».
No dudes más, es tu momento, no tengas miedo y enamórate de JESÚS, no dejes escapar a ese AMOR con mayúsculas que es ÉL.
Alégrate, ha puesto en ti sus ojos y te está llamando POR TU NOMBRE, te conoce y quiere que le sigas. No te resistas a su voz.
No le des mas vueltas
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Me di cuenta de que Dios empezaba a tomar más protagonismo en mi vida cuando estaba en misa, me percaté de que desde hacía una temporada yo ya no era un banco más de la iglesia, sino que me empezaba a adentrar cada vez más en las lecturas, dándome cuenta de que, en lo que en ellas se decían, me hablaban a mi, y muchas de ellas me interrogaban.
Cuando salía, notaba en mí sentimientos distintos; me sentía con una alegría desbordante, pero serena. Difícil de explicar.
Cuando llegaba la noche, sentía la necesidad de orar ¿por qué? No lo sé. Necesitaba hablar con Dios, encontrarme con Él, preguntarle ¿qué quieres de mí?
Poco a poco, Cristo iba siendo más protagonista en mi vida.
Empezaba a estudiar, y antes de nada, me ponía en su presencia, para que el estudio me resultase más agradable, para que, al llegar al examen, fuese éste una ofrenda para Dios.
Me fui entonces dando cuenta que Cristo me pedía algo más, se estaba apoderando poco a poco, sigilosamente del centro de mi corazón.
Cuando por fin me di cuenta de que ya se había apropiado de mí, de que ya estaba enganchada a Él, huí, me enfadé, incluso dejé de rezar, de asistir a misa. No podía ser, me negaba a entregarme a Él. Lo que me pedía era superior a mis pobres fuerzas.
¿Dejarlo todo y seguirle? ¡Qué locura! Dios no me podía estar pidiendo tal cosa.
¿Cómo dejar el ritmo tan frenético en el que vivía? Las amigas, la familia, la discoteca... mi esquema de vida.
Esa temporada, en la que ya no rezaba, y en la que evitaba, lo más posible, acordarme un instante de Cristo, no me dejaba serena. Me sentía vacía, mi corazón tenía sed de Dios, y a mí me costaba dejarlo entrar. Lo había expulsado totalmente de mi vida. Pero era imposible, en un rinconcito de mi corazón aún humeaba aquella pequeña chispa que Él había dejado.
No me sentía a gusto, tenía que volver a Él.
Fue el momento en el que me di cuenta de que es Cristo, y sólo Cristo, el que le da sentido a mi vida.
Así que un buen día me dije: -esto no puede continuar así. Volví un día a misa, y cuando me arrodillé ante el Santísimo, me sorprendía diciéndole: -Señor, aquí me tienes. Y ya por fin volví a esa alegría inmensa de sentirme otra vez cerca de Cristo. Fue el momento en el que más sentí su calor y su amor.
Estaba claro, Dios me quería para Él.
Pero faltaba por responder a una pregunta importante ¿Dónde? Estuve perdida un tiempo, hasta que un amigo me puso en el camino de las Benedictinas de Oviedo. Estuve yendo un tiempo, hasta que llegué a sentir sintonía con el carisma de esta orden: centrar la vida en Cristo.
Estuve cuatro años asistiendo a los oficios en el monasterio de San Pelayo, en el que fui conociendo la liturgia, el estilo y sobriedad benedictinos.
Un buen día, en ese mismo monasterio me encontré con un folleto, que anunciaba unos cursos en un monasterio benedictino de Palacios de Benaver en la provincia de Burgos. Me armé de valor y fui, allí que me presenté yo sola. Estaba claro que ninguna de mis amigas se iban a apuntar a una aventura semejante ¿¡Cómo desperdiciar una semana de verano en un monasterio!?
Fui, conocí a las monjas, a unas pocas, y percibí en todas ellas una alegría y una luminosidad en sus miradas, que me decían : Irene, vale la pena seguir este camino.
Una vez no bastaba para tomar una decisión tan importante, así que volví otras dos veces. Yo ya sentía ese “empujoncito” de Dios, así que a la tercera dije: la próxima vez... la experiencia.
Así fue, hice la experiencia tres días después de haber cumplido veintitrés años.
En los veinticinco días que estuve, me pude asombrar de muchas cosas, ni la clausura, ni el silencio me pesaban. Extraño hecho éste. Yo no paraba en casa, y qué decir de lo charlatana que soy, y que aun me sigo considerando. Pues nada, ni un agobio, ni una nostalgia, aunque bueno... algo de nostalgia sí, los papis se habían quedado en Oviedo, y la hija se fue nada menos que a Burgos , y un poco también de los amigos, pero sabía que contaba con ellos, no es que me jaleasen mucho... pero me respetaban.
Cuando volví de la experiencia me enteré de que mis amigos estaban así, porque me conocían, o creían conocerme, porque ninguno apostaba mucho por mí. ¡Tú! Siempre tan alocada, tan dinámica, ¿en un monasterio? A ti te echan. Pensaban mis amigos.
Y aquí estoy, adentrándome cada día más y más en el “ambiente” benedictino.
A día de hoy, puedo decir que estoy orgullosa de haber seguido a Cristo de esta manera, poniéndolo en el lugar en el que Él quería estar... en el centro de mi vida.
La historia de mi vocación es una historia secreta de amor, de seducción, entre un Dios que, desde muy joven, acosaba insistentemente mi alma con una pretensión de totalidad sobre ella, y mi alma, que asustada, huía escurridiza de un Dios que me invitaba a darme por entero.
Lucha escarnecida entre Dios y yo...
entre el Todo y la nada...
entre el Creador y su criatura...
Un Dios que, como un luchador terco e incansable, me perseguía hasta darme alcance, empeñado una y otra vez en arrancarme de mi pequeño jardín para conducirme al desierto y hablarme al corazón.
Un Dios más fuerte que yo que me venció... a fuerza de seducirme.
«Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir, Tú eras más fuerte y resulté vencida»
En mi corazón había algo como “fuego ardiente” prendido en mis huesos y aunque yo trabajaba por ahogarlo, no podía.
Al fin había sido alcanzada por Él.
Y dio comienzo esta hermosa historia de amor tejida de gracia y de pecado.
Podemos empeñarnos en olvidar esa Presencia que nos invade día y noche como fuego abrasador o como un río desbordante pero estamos ya marcadas por un Amor que no cesa hasta incendiarnos...
A mi vuelta al monasterio, pasados muchos años desde que un día dejé lo que fue mi colegio, el Señor, de nuevo, salió a mi encuentro prosiguiendo esa búsqueda incansable que nunca había cesado aunque en mucho tiempo yo no había sido consciente de ello.
Poco a poco fue apaciguándose esa sed de Verdad e Infinito que siempre tuve, aunque, a veces, de una forma latente.
Desde bien pequeña había sentido instintivamente inclinación por la vida de silencio, de soledad, de contemplación, influenciada seguramente por mi estancia entre las monjas, pero después mi instinto tropezaba con mi razón y todo se me venía abajo...
Durante unos años, vividos con una intensidad que me desbordaba, pretendí resolver mi problema con cosas absurdas, excéntricas, sin embargo en el fondo, no llegaba a apagar el fuego que ardía en mi alma desde mi primera juventud. Me sentía satisfecha y me olvidaba de mi problema momentáneamente pero después caía en una desesperante tristeza que en muchos momentos llegó a asustarme ya que sentía firmemente en mi carne el desprecio que sentía por la vida. Estaba perdiendo las ilusiones y cuando se llega a ese extremo ya se puede llegar fácilmente a la desesperación...
Mi fe se fue debilitando poco a poco hasta que llegó a extinguirse por completo. Dios que había ocupado un lugar privilegiado en mi vida acabó desapareciendo por completo de ella. Entonces mi vida se volvió vulgar y ligera. Vivía en la inconsciencia de la frivolidad tonta y no quería plantearme si aquello era o no la felicidad. Me creía muy libre y nunca he estado tan esclavizada, encadenada a mi capricho, a mis pasiones...
Vida superficial, repleta de vacío, que es de lo más triste que se puede llenar una persona. Vivía por vivir, gozaba por gozar y no me planteaba problemas porque mi pobreza psicológica no me daba para ello.
Y un día, sin más, me encontré con que las cosas se me caían de las manos, la vida comenzaba a perder el poco sentido que entonces tenía para mí. Todo se me vistió de negro, ahora pienso que no, porque en el mismo momento en que las cosas se me caían de las manos, quedaban sustituidas por otras más intensas que me invadían sin pretenderlo y que me ganaron sin más esfuerzo.
Al igual que san Agustín, mientras Él estaba dentro de mí llamándome, yo estaba perdida por fuera, gozando de las cosas hermosas que Él había creado.
Él estaba conmigo y yo no estaba con él... Me llamaba, clamaba porque me entregara a él yo me resistía ignorándole, hasta que Él, con su poder infinito, quebrantó mi sordera y curó mi ceguera. Me tocó y mi alma desde entonces le añora, le busca, le desea...
Desde entonces cada día siento más certeza del amor que Dios me tiene, de su presencia operante en mi vida, en mi historia.
La historia de mi vocación sólo tiene un protagonista: DIOS.
Él es quién lo ha hecho todo en mí y continua haciéndolo. De tal modo es poderoso su amor que me incapacita para alejarme de Él. Es más, me hace incapaz de dudar de Él y del camino que él ha escogido para mi aún sabiendo que mi respuesta es bien pobre y mi pecado abundante...