Pentecostés - C
Con la solemnidad de Pentecostés llegaremos al término del tiempo pascual que iniciamos hace 50 días.
A lo largo de las siete semanas que conforman este tiempo de gracia, ha sido Jesús mismo quien nos ha acompañado y nos ha ayudado a comprender el sentido de las Escrituras, repartiéndonos el Pan y el Vino de la Eucaristía, como lo hizo con los discípulos de Emaús.
Pero no nos ha dejado solos. El Espíritu Santo da testimonio de que en las entrañas del mundo humano, en el corazón de cada uno de nosotros, Cristo ha comenzado una nueva creación.
Para los hijos e hijas de San Benito, comenzar una nueva creación significa que el Espíritu Santo transforma el viento recio de las adversidades, de las que nos habla la Regla en tantas ocasiones, en una suave brisa. Ya el profeta Elías, modelo para los monjes de todos los tiempos predijo que la presencia de Dios se encontraba “en el susurro de una suave brisa” (1Re. 19,12). Se trata de una imagen bellísima del Espíritu que pasa delante de nosotros rozándonos suavemente, como acariciándonos. El vivir cotidiano es a menudo áspero y recio. Pero el Espíritu nos va penetrando suavemente en la celebración del Oficio, del trabajo y de la vida de comunidad.
Comenzar una nueva creación significa todavía que la vida de Dios en nosotros es fruto de su amor apasionado. Se trata de un Dios que arde en llamaradas de amor, que no son otra cosa que llamaradas de vida. Es esta imagen a la que se refiere la primera lectura de esta solemnidad al hablar de “llamas de fuego sobre la cabeza de los apóstoles” (Hch. 2,3).
El Espíritu Santo quita miedos, acorta distancias con Dios, y nos da el fuego del entusiasmo. Al igual que las palabras de los apóstoles fueron apasionadas en aquel primer Pentecostés, también nuestras vidas, que son nuestras palabras tienen que ser apasionadas. San Benito no quiere monjas y monjes tibios sino hombres y mujeres apasionados por su Palabra, por los hermanos y hermanas y por el mundo. Un mundo que es, paradójicamente, amado profundamente por Dios. De ahí que los hijos e hijas de san Benito no deberíamos caer en la trampa, a veces interesada, del pesimismo ambiental que nos rodea, ya que si en esta solemnidad confesamos que cuando Dios envía su Espíritu todo se renueva, esta renovación no se circunscribe al pasado o a un hipotético futuro sino en nuestro hoy. Un hoy grávido de Dios gracia al Espíritu de Jesús.
La decepción y el desconcierto pueden amenazarnos e incluso arrastrarnos pero el Espíritu Santo será siempre, en el corazón de los tiempos, el gran aliento que lleva hasta nosotros el gusto de la tierra nueva y del cielo nuevo.
La perfección de la ley de Cristo es el amor. Por esta razón, los monjes de la antigüedad, insistían en que para llegar a ser plenamente monje, había que convertirse en fuego, como la zarza ardiente de Moisés. Y como bien sabéis, la imagen de la zarza ardiendo es muy querida por toda la tradición monástica, ya que ante ella Moisés se descalzó porque estaba en tierra sagrada. También hoy, nosotros monjes y monjas del siglo XXI deberíamos descalzarnos de todas nuestras seguridades porque nuestras vidas están ante el fuego de amor de Dios, y así nos lo recuerda San Benito en la Santa Regla.
En Pentecostés, el Espíritu Santo es el Amor convertido en un beso espiritual de fuego.
Josep-Enric Parellada, OSB