11 de julio, San Benito. Patrón de Europa
Hoy celebramos la solemnidad de nuestro padre San Benito y con él celebramos la primacía de la escucha, que debe ser nuestra actitud constante; la primacía del silencio fecundo; la prioridad de la vida interior, la prioridad de la conversión cotidiana a nuestra identidad, a aquello que somos y que en cada instante debemos llegar a ser.
“Sed como los fundadores y fundadoras lo soñaron” Estas palabras las pronunció un obispo al comenzar el Congreso de Vida Religiosa.
Hoy, víspera de la celebración de la solemnidad de nuestro Padre San Benito, vamos a preguntarnos cómo soñó San Benito a sus monjes. Yo respondería con unas palabras que él mismo nos dejó en la Regla. Pienso que nos soñó tan enamoradas de Cristo que seríamos incapaces de anteponer nada a su amor.
La vida monástica es un camino que tiene como punto de partida y como meta ese amor incondicional al Señor de nuestras vidas. Un camino que, como toda andadura, cuenta con obstáculos que, poco a poco, hemos de ir salvando; trozos empinados que cansan, pero que siempre anuncian la proximidad de una cima desde donde se ve el cielo más cerca. También este camino cuenta con etapas más tranquilas, recorridas por terreno llano.
En el Prólogo de la Regla nos habla san Benito de la vida monástica como un camino y anima a sus monjes a correr por él con la certeza de que, conforme avanzan, se les irá ensanchando el corazón y podrán correr ilusionados hacia esa meta, Cristo, que también fue el punto de partida.
Muchos y variados son los retratos que san Benito hace del monje, y si recordamos sus palabras casi al final de la Regla, más que de un sueño podríamos hablar de pesadilla: “Nosotros que somos tibios, relajados y negligentes” San Benito era muy realista y sabía que estamos hechos de barro, aunque estemos llamados a una vida de plenitud.
San Benito nos soñó en primer lugar, atentas a Dios, a su Palabra, dispuestas a transformarla en vida de nuestra vida y a quienes, porque esa ha sido su voluntad, nos hacen sus veces en el monasterio. “Escucha, oh hijo, los preceptos del maestro e inclina el oído de tu corazón; acoge de grado y cumple con eficacia la admonición del padre piadoso”, nos dice al comenzar la Regla, ese conjunto de consejos, de exhortaciones que nunca pierde de vista ni la meta ni el camino.
Todo en la vida monástica forma parte de una cadena cuya anilla principal es Cristo, un engranaje donde no hay ninguna pieza inútil, por eso los monjes soñados por san Benito son como un puzzle de mil piezas, vistosas unas, oscuras otras, pero todas indispensables.
También nos soñó obedientes, con una obediencia propia se aquellos que ninguna cosa estiman más que a Cristo, una obediencia que es humildad y disponibilidad, que no sabe de malas caras ni de quejas interiores y que, como todo en la vida monástica, forma parte de ese camino que va y vuelve a Cristo.
En su sueño vio san Benito a sus hijos humildes, no con una humildad de cuello torcido y ojos entreabiertos, sino con una humildad como la que, varios siglos después, Santa Teresa de Ávila identificaría con la verdad; por eso san Benito anima a sus monjes a servir a Dios con los dones que él ha puesto en nosotros, deseándonos que siempre tuviéramos muy claro que solos no podríamos hacer nada y que los bienes que hay en nosotros son obra de Dios. Una humildad que sabe renunciar a la propia voluntad, animado, eso sí, el monje, por la certeza de contar siempre con la mirada amorosa de Dios, que ilumina nuestro obrar y nos ayuda a salvar las dificultades, porque, como san Benito nos dice con palabras del salmo 138: “El Señor conoce de lejos nuestros pensamientos”
El monje humilde que san Benito imaginó, tenía como modelo a Cristo, obediente hasta la muerte, por eso sabe someterse a un superior por amor de Dios con una obediencia sin límites y, en su sueño, identificó obediencia y humildad y pidió a sus hijos que supieran encajar las dificultades, las contradicciones e incluso las injusticias, callando, sin desistir, sin dejarse abatir por el cansancio, sino siguiendo adelante en su camino, alegres, confiando siempre en el Amor del Señor, ayuda infalible. Cap. 7, 35-37
No dudó san Benito en soñar para sus hijos una obediencia rendida, sin excepciones y animó a sus monjes a “obedecerse unos a otros, no solo al abad, seguros de que por ese camino de la obediencia irían a Dios, prestándose obediencia a porfía” CP. 71, 1-2, y lo soñó cuando estaba a punto de terminar su Regla, como fruto maduro de una experiencia, que le lleva a ver en la obediencia un bien.
Atentos a Dios, humildes, obedientes, solícitos en la caridad, pacientes y comprensivos ante los defectos de los demás. Cap 72, 3-5
Habla de sus monjes como: “Grey inquieta, duros de corazón, simples, indisciplinados, inquietos, negligentes, malos, soberbios, desobedientes”. Pero este realismo no le desanimó, sino que animó a quienes le sucedieran en el tiempo en el papel de superior a saber conjugar “la severidad del maestro y la dulzura del padre” dando tiempo al tiempo y confiando en la gracia del Señor, capaz de cambiar nuestros corazones endurecidos.
Sí, san Benito soñó y su sueño se ha ido convirtiendo en realidad con la ayuda de Dios, porque a lo largo de los siglos, muchos hombres y mujeres nos hemos adentrado en la aventura de buscar a Dios por el camino de la vida monástica, sin desanimarnos ante nuestra debilidad porque sabemos, de antemano, que contamos con la ayuda de Dios, que nos ayudará a llegar al final de nuestro camino.
Sí, la vida monástica continúa siendo, a principios del siglo XXI, un sueño maravilloso que miles de hombres y mujeres quisiéramos hacer realidad, convirtiendo nuestras vidas en un deseo siempre “in crescendo” de “no anteponer nada absolutamente al amor de Cristo”.
La misión de los monjes, nuestra misión, hoy y siempre, es la de ser mujeres acogedoras, arraigadas a la tierra que nos acoge, pero llevados por el Espíritu de Dios, para escuchar con afabilidad, sin condenas ni prejuicios, con un corazón abierto a todos, para hacer realidad el Reino desde la plegaria, el silencio y el servicio humilde.
Nosotras, las monjas, tenemos unos valores inalterables desde el principio, que chocan hoy día violentamente contra esa sociedad en la que vivimos. Somos los monasterios verdadero islotes de bonanza y de paz en medio de las aguas turbulentas de los océanos que nos rodean. Y los que vienen a nosotras vienen precisamente buscado eso: lo que la sociedad no les brinda, lo que saben les puede producir la paz de corazón.
Los monasterios, hoy y siempre, deben ser unos hogares donde todos puedan encontrar la compasión y el consuelo de Dios, la paz del corazón y la fraternidad. Y por eso las monjas debemos saber abrir caminos de esperanza y de misericordia (en un mundo con tantas fracturas y tantas heridas) para que los hombres y las mujeres de nuestra sociedad, puedan descubrir el amor de un Dios que es Padre y que ama entrañablemente. Sin condiciones! Apasionadamente!
Nuestra Iglesia necesita testigos que contagien su experiencia del Evangelio. Necesita creyentes de verdad, atentos a la vida y sensibles a los problemas de la gente, buscadores de Dios, capaces de escuchar y de acompañar con respeto a los hombres y las mujeres que sufren y que buscan y no encuentran la manera de vivir más humanamente.
Esa es la misión fundamental de los monjes, en el siglo XXI: hacer posible la experiencia del Dios amor. Del Dios que nos llama a la libertad y a la plenitud de vida.