Domingo II - A
Juan 1, 29-34
En aquel tiempo, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó: “este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo…he contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma y se posó sobre Él… ese es el que bautiza con Espíritu Santo… y yo lo he visto y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios”.
El Espíritu que se posa sobre Jesús es el mismo que se posa sobre cada una de nosotras, no por mérito propio, sino por pura gracia, por la gratuidad de Dios que así lo quiere. Con Jesús y a través de Jesús hemos recibido el Espíritu Santo que nos hace hijas, todos los dones nos han sido dados, Dios mismo se nos entrega entero. Cómo podríamos ni imaginar tal cosa.
Juan predicaba la ley, el arrepentimiento, era el esfuerzo personal lo que permitía el perdón de los pecados. Con Jesús, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, es Él quien nos libera y elimina el pecado, el mal, lo que nos daña, es Dios mismo quien se da y nos santifica, de tal forma que hacer el bien ya no depende de nuestras fuerzas, pasa a ser consecuencia, no causa del perdón, que no es sino el don abundante de Dios.
Esto es lo que estamos llamadas a vivir y a comunicar. La Buena Noticia se cumple en Jesús, pero no termina en Él, sino que en Él se inaugura, para hacerse vida en nosotras si nos abrimos a la gracia abundante y gratuita del Espíritu.
El reto que nos presenta hoy el evangelio es: hacer experiencia de Cristo para que nuestro testimonio sea creíble, convincente; contagiar el amor que ha transformado nuestras vidas. Tenemos que ser testigos de nuestra fe en Jesús con la valentía que lo anunciaba Juan Bautista. Es muy importante que seamos una comunidad donde sea posible vivir experiencias profundas de oración, de meditación de la Palabra. Ojalá pudieran decir de nosotras: he ahí unas hermanas a las que se les nota que Cristo está en sus vidas, porque irradian su amor, su paz, su alegría, su bondad, su compasión. Pero esto sólo lo podremos hacer por la acción del Espíritu, ya que es él el que limpia, renueva y transforma el corazón de sus seguidores.
Solo el Espíritu de Jesús puede poner más verdad en nuestras vidas. Solo su Espíritu nos puede conducir a recuperar nuestra verdadera identidad, abandonando caminos que nos desvían una y otra vez del Evangelio. Sólo ese Espíritu nos puede dar luz y fuerza para emprender la renovación que necesita hoy la vida monástica y cada una de nuestras vidas. Sólo el Espíritu de Jesús es el que nos puede ayudar a vencer esa mediocridad en la que caemos fácilmente, Él es el único que puede llegar a transformar nuestras relaciones, a veces, enturbiadas por el egoísmo, y hacerlas más fraternas, más evangélicas, más al estilo de las primeras comunidades de Jerusalén, que son el modelo de toda comunidad religiosa.
Sólo el Espíritu Santo es capaz de transformar nuestros corazones, de llenarlos de fuerza, de luz, de pasión. Pues, hermanas, abramos nuestros corazones al Espíritu, para que entre de lleno en ellos y los transforme, así seremos testigos creíbles de la alegría del evangelio.