Tercer Domingo de Adviento - B
Juan 1, 6-8. 19-28
Hoy celebramos el domingo de la ALEGRÍA que sigue y completa el tono de consolación del domingo pasado. Toda la liturgia está transida de gozo. La oración colecta ya nos invita a: “celebrar la Navidad con alegría desbordante”. En Isaías leemos: “Desbordo de gozo con el Señor y me alegro con mi Dios”. San Pablo nos exhorta: “Estad siempre alegres”. Y el salmo responsorial, que es el Magníficat de María, también está impregnado de alegría.
Y, ¿cuál es el motivo de tanta alegría? Pues que Dios está cerca. La Navidad se aproxima. Dios viene a nuestra vida en Jesús para cumplir sus promesas de salvación.
En un mundo con tanto sufrimiento, con tantos problemas, no está mal que los cristianos escuchemos esta invitación a la alegría, a la esperanza, basadas en la buena noticia de que Dios ha querido entrar en nuestra historia para siempre.
El evangelio, de nuevo, nos presenta la figura de Juan Bautista, enviado por Dios para ser testigo de la Luz, para que por su medio todos vinieran a la luz; él sólo anuncia la llegada, prepara a las gentes, sabiendo que el más grande es el que ha de venir. Su anuncio se acompaña de un bautismo de agua, signo que las gentes realizan como expresión de querer cambiar de vida, de estar dispuestos y preparados para la llegada del Mesías.
Juan tenía muy claro que Él no era el Mesías, él era sólo testigo, precursor del que había de venir. Los sacerdotes y levitas no se atreven a ir ellos a preguntarle y le envían mensajeros, para saber quién era aquel hombre que comenzaba a ser conocido en toda Judea. Cuando llegan éstos, Juan no tiene ningún problema en contestar a sus preguntas, conoce perfectamente hasta dónde llega su misión, y cuál es su significado: “Yo soy la voz que grita en el desierto, allanad el camino al Señor” y les hace una acusación “en medio de vosotros hay uno que no conocéis, al que no soy digno de desatar la correa de sus sandalias”. Juan los invita a que tengan el valor de descubrir a ese otro que es el verdaderamente importante.
Y esta invitación nos la hace hoy también a nosotros, cristianos con veinte siglos de historia. Cada uno debemos de intentar descubrir a ese Jesús que sigue en medio de nosotros y es posible que pase desapercibido. Y ¿dónde está ese Jesús?,¿dónde lo puedo yo encontrar? Solo con plantearme la pregunta ya lo estoy invitando a que El salga a mi encuentro, y lo encontraré en el lugar y en el sitio más insospechado, cuando menos lo espere. Pero tengo que atreverme a hacerme esta pregunta.
Seguramente lo encontraré en el que sufre en estos momentos de pandemia, en aquel anciano que muere solo, en aquella familia que no llega a fin de mes, en aquellos niños que mueren de hambre, en los sanitarios que arriesgan su vida para cuidar de nuestras vidas. En aquella hermana que entrega su vida calladamente. Puede estar en cualquier parte, en el corazón de aquellos que creen que es posible cambiar muchas de las cosas que a los demás nos parecen imposible, y no hacemos nada por intentarlo.
Juan Bautista fue enviado para una misión: preparar los caminos del que tenía que venir. Él se conoce a sí mismo, sus respuestas están llenas de sinceridad y sencillez. Él conoce su identidad. Es humilde, sabe sus límites, fuerzas, dones. Confesó sin reservas quién era y quién no era; anduvo en verdad.
Se dice que Juan no era la luz sino testigo de la luz. Como él, todo seguidor de Jesús, si lo es de verdad, está llamado a ser testigo y a través de nuestro testimonio, ayudar a otros en el camino de búsqueda de esa luz. Estamos llamados para dar a conocer a Jesús, ese hombre maravilloso que muchos, como los judíos del Evangelio, no conocen o tienen una imagen desfigurada de Él. El tiempo de Adviento es un tiempo propicio para ser testigos y para enseñar con nuestra vida la centralidad de Jesús y del Evangelio.
Hoy también hay muchos testigos y profetas que nos siguen dando el mismo testimonio, ojalá no se nos escape y sepamos descubrir a ese Jesús que viene, estamos a tiempo de descubrirlo.