Domingo XVIII - B
Juan 6, 24-35
El relato de hoy es continuación del relato de la multiplicación de los panes y los peces. Jesús recrimina a la multitud que le siguen que le buscan sólo porque les ha dado pan para saciar su hambre. Verdaderamente es necesario el pan material, pero el ser humano necesita algo más. Jesús quiere ofrecerles un alimento que puede saciar para siempre su hambre de vida.
Jesús les recuerda y, nos lo recuerda hoy a nosotras, que sólo Él es ese alimento que puede saciar todas nuestras necesidades. Y es que para seguir sus huellas y hacer realidad su proyecto es necesario ALIMENTARSE de Él.
La gente intuye que Jesús les está abriendo un horizonte nuevo, pero no saben qué hacer. Por eso preguntan y “¿qué obras tenemos que hacer para trabajar en lo que Dios quiere?”
Hay en ellos un deseo sincero de acertar. Quieren trabajar en lo que Dios quiere, pero, acostumbrados a pensarlo todo desde la Ley, preguntan a Jesús qué obras, prácticas y observancias nuevas tienen que tener en cuenta.
La respuesta de Jesús toca el corazón del cristianismo: «la obra (¡en singular!) que Dios quiere es ésta: que creáis en el que él ha enviado». Dios sólo quiere que crean en Jesucristo pues es el gran regalo que él ha enviado al mundo. Ésta es la nueva exigencia. En esto han de trabajar. Lo demás es secundario.
Para recibir el “pan” de la Vida, primero es necesario la fe, creer en Jesús como el enviado de Dios al mundo. Y desde ahí entender que Él nos dice: “el que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed”.
La fe en Jesús nos hace optar por un estilo de vida y unos valores muy concretos y, al mismo tiempo, nos hace renunciar a maneras de vivir distintas a la que Jesús nos propone, a actitudes contrarias al evangelio. La fe en Jesús nos pide y nos exige un testimonio de vida, un testimonio que esté a la altura del mundo en el que vivimos y de las necesidades que hay en él.
También a nosotras, con paciencia de años, quiere Dios iluminarnos para que busquemos lo que realmente vale, nos fortalece para que superemos nuestra propia debilidad y alcancemos el supremo bien que satisfaga todos nuestros anhelos y deseos.
Al escuchar sus palabras, aquellas gentes de Cafarnaún le gritan desde lo hondo de su corazón: "Señor, danos siempre de ese pan". Desde nuestra fe vacilante, nosotras no nos atrevemos a pedir algo semejante. Es una exclamación sencilla para que la repitamos en nuestro interior, suplicando al Señor con humildad y confianza que nos conceda satisfacer esa hambre y esa sed que a veces nos acucian, esos deseos indefinidos que sólo Dios puede calmar.