Domingo 4 Cuaresma - C
El evangelio de este domingo narra “la parábola del hijo pródigo”. Sin duda la parábola más cautivadora de Jesús. Todas hemos escuchado y meditado más de una vez esta parábola. Es una de esas historias que llega al corazón, que nos toca por dentro. Expresa de una forma inmejorable la fuerza de la misericordia y el perdón. Escuchándola se nos hace transparente lo que significa la reconciliación.
Hoy, sin embargo, se la denomina “la parábola del padre bueno” porque, en definitiva, el padre es el personaje central: un padre que no deja nunca de querer y de esperar a su hijo, aunque éste se haya alejado y olvidado del padre; un padre que sale contento y feliz al encuentro del hijo cuando éste regresa; un padre que ama, disculpa y perdona a su hijo; un padre que organiza una fiesta porque su hijo ha vuelto.
Y Jesús nos dice: como este padre de la parábola, así es Dios. Jesús revela a un Dios Padre que es de verdad desconcertante. Primeramente, cuenta que sale a los caminos a esperar a su hijo. No puede ser feliz viendo a sus hijos arruinados e infelices. Y cuando se encuentra con su hijo que vuelve, y que pretende pedirle mil perdones, no le pide explicaciones, simplemente le abraza y riega su cuello con sus lágrimas y da orden inmediata de que se prepare el mejor banquete de la casa. No cabe en sí de alegría e invita a todo el pueblo a que se congratule con él pues su hijo se había marchado y ha vuelto a casa, estaba muerto y ha vuelto a la vida.
Volver a la casa del Padre. Dios es misericordioso y bueno con nosotros. El pecado es una infidelidad al amor que Dios nos tiene, y no una mera infracción de un código externo. El pecado nos separa de Dios, principio de vida. La intención de Lucas en la llamada "Parábola del Hijo Pródigo" es manifestar la ternura de un Dios que nos invita a estar a su lado. Habitar en la casa del Padre es gozar de la misericordia y el cariño de Dios.
El hijo menor representa al discípulo autosuficiente que se ha alejado del camino. Lejos de la casa del padre no hay vida verdadera, sino desgracia y muerte. No vuelve a casa porque ame a su padre, vuelve porque ama su vida. No vuelve a casa porque quiere ser mejor sino porque no quiere morir en el camino. Ni siquiera vuelve como hijo, se contenta con ser un criado más. No vuelve porque le duele el corazón sino porque le duele el estómago. Es un retorno egoísta, interesado. El Padre lo acoge de nuevo y, de alguna manera, vuelve a engendrarlo. La acogida paternal y amistosa del Padre devuelve a aquel hombre la certeza de sentirse querido y lo rehabilita como persona.
- - El hijo mayor no ha comprendido la misericordia del padre. El hijo mayor, resentido, necesitado de reconciliación también, recrimina al padre: “ese tu hijo” -ni siquiera lo llama su hermano- El hermano mayor es el paradigma del cristiano que siempre se ha creído en el camino adecuado, pero le ha faltado lo más importante: el amor que supone el encuentro personal con el Dios que nos da vida. Había vivido en la misma casa del Padre, ha pertenecido desde su bautismo a la Iglesia, quizá ha trabajado duramente en defensa de su fe, pero no ha experimentado el gran gozo del amor del Padre. Por eso pone dificultades a la misericordia, no entiende a una Dios que perdona siempre sin límites.
- - El Padre es el auténtico protagonista de la Parábola. Es maravilloso saber, hermanas, que a su padre no le interesa saber si su hijo está arrepentido, no le interesa conocer los motivos por los que regresa, no le importa que su hijo vuelva a hacer lo mismo otra vez. Ha vuelto a casa. ¡Qué alegría! Es consolador saber que Dios no me exige un corazón puro para abrazarme. Es consolador saber que Dios me recibe cuando vuelvo porque no he encontrado la felicidad en mis fiestas y pecados, cuando vuelvo por egoísmo para encontrar seguridad y paz.
El amor de Dios no necesita que le expliques nada. Dios se contenta con tenerte en casa. El amor de Dios no pone condiciones. Dios se contenta con tu presencia. El amor de Dios es una relación de Padre. El Dios de Jesucristo es el Dios de la vida. Cuando nos alejamos de El, nuestra vida se debilita. Cuanto más estemos lejos del fuego de su amor, más frío tendremos. Nos sentimos solos y abandonados, como la oveja perdida. Cuando nos cerramos a su amor, como el hijo mayor, nos invade la rutina, la desesperación y el desamor.
Lo más significativo que nos enseña la parábola no es ni nuestra huida ni nuestra cerrazón, lo más importante es la misericordia y la ternura de Dios, que quiere que vivamos de verdad. Hemos de darnos cuenta de que Dios nos lleva en la palma de la mano, solo quiere nuestra autorrealización personal. Esta es la invitación que el Padre nos hace, ¿la aceptamos?