Domingo 24 - C
El Evangelio de hoy nos muestra la gratuidad del perdón y la alegría gozosa de la misericordia de Dios para con los pecadores y para quienes son considerados como "injustos" por la gente. Dios nos conoce y por eso nos concede su perdón de modo total; un perdón que nos llena de alegría a nosotras que lo alcanzamos y un perdón que llena de alegría al mismo Dios que lo otorga; y, también, a los que lo comparten.
Dios respeta nuestra libertad cuando nos alejamos de él; y hace fiesta cuando decidimos volver a casa. Y así, el amor se hace alegría a la hora del perdón. El Evangelio nos ofrece tres parábolas esperanzadoras.
En la primera (la de la oveja perdida) destaca la imagen del pastor que sale en busca de la oveja perdida en el desierto. Pero, sobre todo, se destaca la alegría que experimenta al encontrarla. Como aquella oveja que se había perdido está cansada de andar y asustada por haberse perdido, él la trae a casa sobre sus hombros.
En la segunda (la moneda extraviada) se manifiesta la alegría compartida al encontrar la moneda valiosa que se había perdido.
La tercera, (la parábola del hijo pródigo) nos muestra la gratuidad y hondura de la misericordia divina. El padre, que ama a sus dos hijos, reparte sus bienes entre ellos. El hijo menor lo derrocha todo. El pecado reduce y destroza al ser humano, hasta el punto de perder su razón de ser. Pero el hijo se puso en camino hacia la casa de su padre. El padre conmovido, salió y corrió a su encuentro mostrándole su amor, misericordia, alegría y ternura. El hijo mayor no comprende la misericordia porque no abre su corazón.
Estas tres parábolas describen la misericordia divina. Pero no hay que olvidar el comienzo del relato. Jesús no hace sino responder a la acusación de los fariseos y escribas que le culpan de “acoger a los pecadores y comer con ellos.” ¡Claro! ¿Cómo podía Jesús actuar de otra manera?
Su misión consistía básicamente en acoger a los pecadores, tratarlos como personas, devolverlos la confianza en sí mismos, hacer que se sintiesen amados por Dios, que experimentasen la misericordia inmensa de Dios, que la reconciliación llegase hasta lo más hondo de sus heridas, que descubriesen e identificasen a los ídolos que los habían llevado a esa postración. Jesús por la sencilla razón de que ellos, los pecadores, son la oveja y la moneda perdidas de Dios. Ellos son los que de una manera especial necesitan la cercanía y el cariño de Dios.
No hay pecado que se resista a ese amor de Dios. No hay vida, por depravada que sea, que no se pueda curar, reconciliar, reconstruir ante el bálsamo del amor, la misericordia y la compasión de Dios. Y si no lo creemos, ahí tenemos el ejemplo de Pablo en la segunda lectura. Dice de sí mismo que era un blasfemo, un perseguidor. Pero también está convencido de que Dios tuvo compasión de él. Y nos invita a fiarnos de él cuando nos dice que Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores. Lo dice que absoluta seguridad, porque se siente, por su historia, el primero de los pecadores. Pablo lo cuenta sin pudor porque para él es una forma de alabar y agradecer a Dios por el amor recibido.
¿Hemos experimentado ese amor y esa misericordia? La cuestión no es superficial porque sólo los que han experimentado la compasión de Dios podrán hacérsela llegar a los demás.