Domingo 2 Pascua - A 2023
Hoy se nos regala un texto evangélico que podemos leer en primera persona sin mucho esfuerzo. Juan nos hace descubrir en estas dos escenas, como en todas las que llamamos de “apariciones”, una experiencia profunda de los apóstoles, la experiencia que sostiene su fe: Jesús, el que había muerto, ha salido a su encuentro, está vivo en medio de ellos.
Esta experiencia ha cambiado su vida, son personas nuevas, distintas… porque “han visto al Señor”. Esta experiencia de encuentro es fundamental para los primeros cristianos, y lo es también para nosotras. ¿No narra este evangelio, de alguna forma, nuestro caminar hasta el encuentro con Jesús vivo a nuestro lado?
¿A quién no le resulta familiar eso de estar en casa, con las puertas cerradas porque…? Cerradas con muchos miedos, con muchas inseguridades y preocupaciones por la propia vida y la de los demás, por los proyectos, los sueños… Y nos preguntamos: ¿ahora qué?
Una experiencia semejante es la de los discípulos. Jesús ha muerto, lo han matado, todo se perdió, ¿qué les va pasar? su vida peligra, no ven futuro… ¡y tienen tantos miedos! Y los miedos nos cierran, a ellos y a nosotrs. Nos cerramos, nos paralizamos, perdemos toda perspectiva y capacidad de reaccionar. ¿No es una experiencia que compartimos?
“Y en esto…”, sin que nosotras sepamos cómo, Jesús se hace presente. Está en medio de la casa y de nuestras vidas, aunque las puertas sigan estando cerradas. Y a nosotras, cómo a ellos, nos cuesta reconocerle y miramos pasmadas, asombradas… ¿De verdad eres tú? Pero nosotras te vimos clavado en la cruz, muerto en la cruz… Nosotras te creíamos muerto, ya no pensábamos encontrarte más, fíjate en todo lo que está pasando, estamos tan tristes… Y Jesús con una ternura y paciencia sobrecogedoras les muestra las manos, las heridas, “sus marcas” y los saluda. Nada de reproches ni de preguntas sobre su miedo y falta de fe. Les habla, nos habla, para tranquilizarlos y darles su Paz.
Y entonces le reconocen y todo cambia. La alegría, que es expansiva e invita a abrir puertas y ventanas, se apodera de ellos, casi no les cabe en el corazón. La razón, la suya y la nuestra: ¡Hemos visto al Señor!
Jesús hace un gesto muy significativo para ellos y para nosotras hoy: sopla sobre ellos. Ya lo sabemos, el aliento de Dios es signo de vida (Gen 2, 7) ¡ Y, con este gesto Jesús les da su Espíritu, el que les comunica una vida nueva, el que les va a consolidar en la alegría, esa alegría que nadie ya les podrá quitar, el que les empuja y sostiene en esta nueva misión encomendada por Jesús: salid, id, predicad, perdonad…
La comunidad ha quedado transformada. La experiencia profunda de haber descubierto que Jesús está vivo y está con ellos en el centro de su comunidad, es definitiva. Ya están preparados para todo, ya no tienen miedo. Ya son en verdad discípulos del Resucitado.
¿No hemos sentido eso nosotras alguna vez? ¿No nos hemos sentido transformadas sin saber muy bien cómo, después de una experiencia fuerte en la que el Señor se ha hecho presente? El encuentro personal con el Resucitado es el fundamento de nuestra fe, muy bien lo sabían las primeras comunidades que aún vivían en medio de persecuciones, pero que “habían visto al Señor”. Sí, nosotras también somos esa comunidad.
Pero resulta que, entonces y ahora, falta uno… alguien que no está cuando llega el Señor, cuando pasa algo decisivo para la comunidad… Y al que falta le suele pasar lo que a Tomás, que el testimonio de los demás no le sirve para creer: “Si no veo y no meto mi dedo…”
Y ocurre algo que nos sorprende, Jesús vuelve. Vuelve porque falta uno, ya nos lo había dicho con aquella oveja que se perdió y era solo una entre cien (Lc 15, 4-6). Vuelve, buscando al que no estaba y le llama por su nombre: ¡Tomás! Vuelve y le dice: trae tu dedo. Le enfrenta con su situación, con sus dudas, con su manera desconfiada de ser… Y Tomás no solo comprueba que es Jesús. Se encuentra cara a cara, corazón a corazón, con Él. Con quién desde ese momento, será “su Señor y su Dios”.
Tras la experiencia de Tomás, en la que podemos vernos reflejadas, termina el evangelio diciendo cómo Jesús se acuerda de nosotras, de ti y de mí, de los que creemos “sin haber visto” y nos llama dichosas, bienaventuradas.
En este domingo estamos llamadas a desear y a pedir que también a nosotras el Resucitado nos llene de su paz, de su alegría, de su Espíritu para ser sus testigos ante el mundo.