Domingo 3 Pascua - B 2024
Hoy repetimos el mismo evangelio que el domingo pasado, pero en la versión del evangelista Lucas. Nos narra la aparición de Jesús a la Comunidad de los Apóstoles. Se nos describe el ambiente previo a ella.
Han llegado llenos de entusiasmo los dos discípulos que habían marchado a Emaús desilusionados y frustrados. ¡Lo han visto y han cenado con Él! al partir el pan han reconocido al Maestro.
Es fácil imaginar el alboroto, la emoción y también las dudas y el escepticismo que el relato provoca. Pero de pronto la algarabía se enmudece. Sorprendidos y asustados, allí en medio de ellos les parece ver un fantasma y tienen miedo. Lo que ven, lo que palpan lo que están viviendo es muerte y desolación, están lejos de creer y no se les ocurre pensar que Aquel que estuvo muerto ahora vive. No recuerdan porque en su momento, no valoraron o no entendieron la promesa de Jesús: “Cuando dos o tres estéis reunidos en mi nombre yo estaré en medio de ellos” y allí en medio está Jesús.
Es lo que nos ocurre a nosotros, en nuestras reuniones está Jesús, aunque no lo advertimos o no lo reconocemos.
– “¡Paz a vosotros! ¿Por qué os alarmáis? ¿por qué surgen dudas en vuestro interior?”
– “¿Por qué?” -podrían replicar- “han matado al Maestro y nosotros mismos nos
Nos sentimos amenazados. Habíamos puesto en Él toda nuestra fe y esperanza. Todo lo abandonamos por seguirle. Por eso nos sentimos angustiados y con miedo”.
Así los evangelios pascuales insisten en disipar el temor y es que el miedo no liga bien con la fe. El miedo es inseguridad y turbación. La fe es confianza y seguridad, “sé de quién me he fiado” nos dirá san Pablo. El fragmento de hoy es todo un empeño en hacer creíble la Resurrección. Ver, tocar, comer.
Pero ¿pueden los sentidos hacer surgir la fe?
Quedémonos con la bienaventuranza que el domingo pasado el evangelista Juan nos transmite: “dichosos los que crean sin haber visto” es decir, nosotras, tú y yo, que no lo hemos visto, que tenemos nuestras dudas, dificultades y miedos. Dichosos los que crean sin haber visto, sin haber conocido físicamente a Jesús y habiendo palpado no sus llagas sino ese silencio de Dios del que hablan por igual místicos y ateos.
En todos los relatos de apariciones se da el gran salto de la turbación y acobardamiento a la euforia y alegría. De la cerrazón y ocultamiento a la plaza pública y ello por obra y gracia del Espíritu Santo: “Les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras” para que comprendieran lo que les decía cuando estaba con ellos.
Se acabó la clandestinidad, se acabaron los complejos. No es más sabio ni más moderno el que menos cree, simplemente no ha recibido todavía el Espíritu de Jesús.
Ahora todo ha cambiado, de no poder creer por el miedo a “no podían creer por la alegría”, expresión que suena a paradoja y es que el alborozo les impedía la serenidad para advertir lo que les estaba pasando. Su corazón desbordaba, Jesús había entrado definitivamente en él y en adelante de su abundancia hablará la lengua, serán sus testigos. Y esa misión, la de ser testigos, es también la nuestra.
Ser testigos no sólo por la palabra que será vana si no brota de un corazón lleno del Espíritu de Jesús. Ser testigos por ese “mirad cómo se aman”. Ser testigos contagiando la alegría y la felicidad que surge del saber ser seguidoras de Jesús.