Domingo 19 - C 2025

domingo 19 c 2025Lucas 12, 32-48

Las primeras palabras que hoy escuchamos del Señor nos envuelven con una ternura que sostiene toda la vida de fe: “No temas, pequeño rebaño”. Es una palabra que va directamente al corazón. No se trata de una advertencia, ni de una orden, sino de una promesa. Jesús conoce nuestras fragilidades, sabe lo que pesa el día a día, conoce nuestras dudas, nuestras caídas, nuestro deseo de fidelidad que a veces se mezcla con el cansancio o la distracción. Y sin embargo, nos llama su pequeño rebaño. Un grupo reducido, aparentemente sin poder, pero inmensamente amado. Y a ese pequeño rebaño, el Padre ha querido dar el Reino. No prestarlo, no venderlo, no prometerlo vagamente. Darlo. Gratuitamente. Como un don.

Esto, hermanas, es el fundamento de toda vida cristiana y, podríamos decir, de toda vida monástica: la certeza de que hemos sido llamadas no por lo que valemos, sino por lo que Dios quiere darnos. Nuestra vocación no nace de una exigencia, sino de un regalo. Por eso Jesús puede decir sin temor: “No tengáis miedo”.

A partir de ahí, el Evangelio se transforma en una invitación concreta y exigente: “Vended vuestros bienes y dad limosna. Haceos un tesoro inagotable en el cielo, donde no se acerca el ladrón ni roe la polilla”. No es una propuesta espiritualista. Es una orientación clara: si ya hemos recibido el Reino como don, entonces podemos vivir con libertad interior. Podemos soltar. Podemos dar. Podemos no aferrarnos. Jesús no nos pide despojarnos por castigo o por sufrimiento, sino para que podamos tener un corazón libre, ligero, orientado hacia el cielo.

Porque, y esto lo dice con toda la fuerza del Evangelio, “donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón”. Y esta es, quizás, una de las frases más radicales de Jesús. ¿Dónde está hoy nuestro tesoro? ¿Dónde se apoyan nuestras verdaderas seguridades? ¿En la rutina? ¿En la opinión de los demás? ¿En la reputación? ¿O en la Palabra, en la vida comunitaria, en la esperanza de que el Reino ya se nos ha dado?
Después viene la imagen tan conocida del siervo vigilante: “Estad preparados, con la túnica puesta y las lámparas encendidas”. Es la actitud de quien no se duerme, de quien vive despierto, atento, disponible. En la tradición monástica esta imagen resuena con mucha fuerza: la vida de oración, el silencio, la escucha constante de la Palabra, la fidelidad al trabajo cotidiano, todo eso es expresión de esta vigilancia evangélica. No se trata de vivir ansiosas por un futuro que no controlamos, sino de vivir cada instante con presencia, con conciencia, con amor. Porque el Señor no llega solo al final de los tiempos: llega hoy, llega ahora, en lo escondido, en lo pobre, en lo cotidiano.

Y lo más hermoso es lo que Jesús promete a los que encuentra en vela: “Se ceñirá, los hará sentar a la mesa y, acercándose, los servirá”. ¡Qué imagen tan desconcertante! El Señor, el Maestro, el que viene de la boda, se convierte en servidor de sus servidores. No hay mayor consuelo para el corazón humano: el mismo Dios que adoramos es el Dios que se pone a nuestros pies, que nos sirve, que nos ama desde abajo.

Pero no todo es consuelo. Jesús también advierte: si el siervo, al ver que su señor tarda, se deja llevar por el descuido, por el abuso, por la indiferencia, entonces llegará el día y será sorprendido. Y concluye con una sentencia que debería acompañarnos con humildad cada día: “A quien mucho se le dio, mucho se le exigirá; al que mucho se le confió, más se le pedirá”.

Nosotras hemos recibido mucho. Hemos recibido la fe, la Palabra, los sacramentos, la vida comunitaria, el tiempo para orar y trabajar, para servir y crecer. Hemos recibido la vocación de buscar a Dios en todo, de vivir como discípulas que escuchan y esperan. No se trata de compararse con otros, sino de ser fieles a lo que hemos recibido. De vivirlo con gratitud, sin orgullo, sin miedo. Porque el mismo que nos confía su Reino es el que camina con nosotras.

Por eso, esta página del Evangelio es, al mismo tiempo, un consuelo y una llamada fuerte. Un consuelo, porque nos recuerda que no estamos solas, que hemos sido elegidas gratuitamente, que el Señor mismo nos servirá. Y una llamada, porque nos empuja a vivir con responsabilidad, con vigilancia, con generosidad, con coherencia.

Que podamos vivir con la túnica puesta y la lámpara encendida. Que el Señor nos encuentre despiertas, con el corazón libre, con las manos abiertas, con los ojos fijos en el Reino. Que así sea.
Amén.