Domingo 18 - C 2025
Jesús está enseñando a la multitud cuando un hombre lo interrumpe con una petición aparentemente legítima: “Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia.” No pide un milagro, ni comprensión, sino justicia económica. Pero Jesús no accede. Él no es juez de causas externas, sino médico de los corazones. Y en el corazón de este hombre hay algo más profundo que una herencia disputada: hay codicia, deseo de poseer, de tener más. Por eso Jesús lanza una advertencia clara: “Guardaos de toda clase de codicia, porque, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes.”
La advertencia da paso a una parábola. Un hombre rico tiene una gran cosecha. Es tan abundante que decide derribar sus graneros y construir otros más grandes. Todo parece normal, incluso admirable: organización, visión de futuro, seguridad. Pero el relato se tiñe de sombra cuando ese hombre empieza a hablarse a sí mismo: “Alma mía, tienes bienes acumulados para muchos años; descansa, come, bebe, date buena vida.”
Está solo, no hay Dios, no hay otros, solo él y sus riquezas. Se habla como si fuera dueño de su alma, de su vida, de su tiempo.
Y entonces, en el centro de la noche, irrumpe la voz de Dios: “¡Necio!” No se le reprocha por tener riqueza, sino por haber confiado solo en ella, por haber vivido sin apertura al Otro, sin relación, sin trascendencia. “Esta misma noche te van a reclamar el alma. Lo que has acumulado, ¿de quién será?” Todo su plan se derrumba. La riqueza que pensó que aseguraría su vida no puede comprarle una hora más. Vivió como si nunca fuera a morir, y ahora muere sin haber vivido para lo que importa.
Este evangelio no condena el trabajo ni la previsión. Lo que cuestiona es el corazón cerrado, la vida centrada solo en sí misma, el engaño de creerse autosuficiente. Nos advierte sobre la ilusión de que cuanto más tenemos, más seguros estamos. Y nos recuerda que la verdadera riqueza es ser “rico para con Dios”. ¿Qué significa eso? Significa vivir con los ojos puestos en Él, reconociendo que la vida es don y que nuestros bienes —materiales, espirituales, emocionales— están para ser compartidos. Significa poner el corazón en lo que permanece: la fe, la caridad, la comunión con los demás.
Este evangelio no es una amenaza, sino una llamada a la sabiduría. Hoy puede ser un día como cualquiera, o puede ser el día en que volvamos a poner nuestra seguridad en el Señor. Hoy puede ser el día en que dejemos de hablarle solo a nuestra alma y empecemos a abrir el alma a Dios. Porque solo cuando vivimos de cara a Él, y desde Él, nuestra vida encuentra su verdadero sentido. Que no nos ocurra lo del necio que lo tenía todo, menos lo único necesario.