Domingo 20 - C 2025
El Evangelio de este domingo nos sorprende con palabras de Jesús que a primera vista resultan desconcertantes: “He venido a prender fuego en la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo!… ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división”. Quien suele ser anunciado como Príncipe de la Paz parece ahora hablar de lo contrario. Pero en realidad Jesús no está negando su misión de reconciliación y de amor, sino mostrando que la fidelidad al Evangelio no es neutra ni cómoda, sino que en muchos casos genera resistencia, ruptura y conflicto.
El fuego del que habla es el fuego del Espíritu, el ardor de la Palabra, la fuerza del Reino que purifica, ilumina y transforma. No se trata de destrucción, sino de una vida nueva que exige decisión y radicalidad. Ese fuego, cuando entra en la vida de una persona, no la deja igual: la sacude, la mueve a tomar postura, la arranca de la tibieza y la invita a vivir con coherencia. Por eso Jesús habla también de división. Su mensaje no se impone a la fuerza, pero sí reclama una opción. Y esa opción muchas veces divide incluso a las familias y a los vínculos más cercanos, porque no todos están dispuestos a aceptar el reto de la verdad y la exigencia del Reino.
La fe auténtica puede volverse incómoda para quienes prefieren la indiferencia, la injusticia o la mediocridad. Quien decide seguir de veras a Cristo puede encontrar incomprensión, rechazo o incluso persecución, como les pasó a los profetas y como le ocurrirá a Él mismo en su pasión, ese “bautismo” del que habla con angustia porque sabe que será su entrega total en la cruz.
Este Evangelio nos invita a preguntarnos si el fuego de Cristo arde realmente en nuestro corazón. A veces nos conformamos con una fe tranquila, sin complicaciones, que no molesta ni incomoda a nadie, pero Jesús nos pide otra cosa: nos pide vivir de tal manera que nuestra vida sea un testimonio ardiente, que contagie esperanza, que sacuda conciencias, que encienda en otros el deseo de Dios. Ese fuego se traduce en pasión por la justicia, en compromiso con los necesitados, en perdón ofrecido donde nadie más perdona, en coherencia en medio de la presión del mundo. Y sí, todo eso puede traer división, porque el Evangelio no siempre coincide con la lógica de la comodidad, del poder o del egoísmo. Pero es precisamente ahí donde nuestra fe se vuelve auténtica: cuando seguimos a Jesús aun a costa de incomodidades, de renuncias o de conflictos. El Reino de Dios no es una promesa abstracta para el futuro; es un fuego que quiere arder aquí y ahora en nuestra vida, en nuestra comunidad, en nuestra sociedad.
Hoy el Señor nos llama a decidirnos, a no permanecer tibias, a dejar que su Palabra nos queme por dentro y nos impulse a actuar. Su angustia es también la nuestra: quiere ver arder el mundo con la llama del amor, de la verdad y de la justicia. ¿Estamos dispuestas a ser portadoras de ese fuego, aunque ello implique división y rechazo? El Evangelio nos invita a no temer esa tensión, porque no es signo de fracaso, sino de fidelidad. Quien vive el fuego de Cristo tal vez incomode, pero también ilumina; tal vez divida, pero también construye; tal vez sufra, pero también siembra esperanza. Y esa es nuestra misión: dejarnos arder por Él y convertirnos en signos vivos de su Reino en medio del mundo.