Segundo Domingo Cuaresma - C
Lucas 9, 28b-36
Lucas nos cuenta la transformación que sucedió en Jesús mientras oraba. Está acompañado por Moisés y Elías, los representantes de la “ley” y los “profetas” del A.T. Los dos personajes también han experimentado en sus vidas el número simbólico de 40: cuarenta días en el monte, Moisés; cuarenta días de viaje hacia el monte Horeb, Elías.
Jesús, con los dos representantes del A.T. -Moisés por la ley y Elías por los profetas, está hablando “de su muerte, de su éxodo, que iba a consumar en Jerusalén”. Pero quiere animar a los suyos asegurándoles que la última palabra no será esa muerte, sino la glorificación plena del Hijo. Que la cruz no es destino, sino camino para la gloria. Pero, la transfiguración, ante todo, confirma a Jesús en su identidad y misión.
La Transfiguración tiene su punto culminante en la voz que sale de la nube, que es el símbolo de la presencia divina. Dios confirma a Jesús en su identidad y misión y, revela a los discípulos que ése es el Hijo, el Elegido, el Mesías, a quien hay que escuchar.
La Transfiguración desvela el sentido profundo de los acontecimientos, pero no dispensa a los discípulos de vivir la realidad en su dureza. La visión termina muy pronto y deja a todos frente a la realidad cotidiana. Es preciso que los discípulos afronten el mensaje y el camino de Jesús.
“Maestro, qué bien se está aquí, haremos tres tiendas…” Pedro confunde la pausa con el final. No quiere bajar al valle donde se sufre, se lucha… También nosotras, como Pedro, quisiéramos “eternizar” el reposo, la contemplación. Es hermoso vivir sumergidas en la luz, ausentes de la lucha que se libra allá abajo… Sin embargo, es necesario bajar de nuevo. La montaña es bella. Pero el lugar de nuestro vivir cotidiano es la vida, lo cotidiano, con su aburrimiento, banalidad, fatiga, contradicciones etc…
Nadie, ni siquiera nosotras como contemplativas, podemos refugiarnos de continuo en la montaña, en la visión de Dios, en la trascendencia, en la oración. Jesús nos invita a bajar de la montaña y volver a la vida cotidiana. Eso sí, renovadas y fortalecidas por aquella experiencia de la transfiguración.
El Papa Francisco nos dice: “Fuera el pararse en una contemplación que no entiende ni atiende a lo que nos pasa a los hombres y mujeres de este mundo”. Dios confirma a Jesús en su identidad y revela a los discípulos que ese es el Hijo, el Elegido a quien han de escuchar. Las palabras del Padre son claves: “Este es mi Hijo amado, escuchadle”. Es a Jesús a quién debemos escuchar. Ninguna otra voz debe entretenernos.
Después de esta experiencia en la montaña, todo vuelve a ser como antes, aunque iluminado con una luz nueva. También para Jesús vuelve el día a día con el esfuerzo que pide, y con la perspectiva de la pasión aceptada voluntariamente por amor. No será hasta la resurrección que se volverá a desplegar la gloria de su comunión gozosa con el Padre, que se ha manifestado en la montaña, que la tradición identifica con el monte Tabor.
La Transfiguración es, también una experiencia cumbre, fundamental, para nosotras, cristianas y seguidoras de Jesús. Nos enseña que sólo podemos vivir de fe desde la certeza de que Dios nos ama y nos habla a través Jesucristo, y desde la confianza que está presente entre nosotras, de una manera invisible pero real, hasta el fin del mundo (Mt 28, 20).
Algunas veces podremos tener una experiencia intensa de oración o de amor evangélico hacia las demás, podremos experimentar en nuestro interior una certeza fuerte de la presencia de Dios. Pero, como para Jesús y los tres discípulos, la experiencia del Tabor es pasajera; la mayor parte del tiempo la tenemos que vivir en la fe, a veces en la opacidad, en la frialdad del corazón, en la duda, en la oscuridad. Es desde esta situación que, la mayor parte de las veces, tenemos que llevar a cabo nuestras responsabilidades, nuestro compromiso. De todas formas, siempre queda en nuestro interior algo de la luz y de la fuerza espiritual que hemos recibido en los momentos de vivencia más intensa. Y eso nos da fuerza y coraje para continuar en el camino de seguimiento de Jesús.
Dios sabe que necesitamos, de vez en cuando, estas experiencias. Y al bajar del Tabor, estamos llamadas a ser testigos de lo que hemos experimentado para que los que nos vean puedan descubrir la presencia de Dios en nosotras. Urgidas a ser “testigos del Dios vivo.”
“Después de leer el evangelio de la transfiguración, disponte para acompañar a Jesús que sube al monte para orar. Acaba de pasar una crisis en su grupo de discípulos y necesita encontrarse con el Padre. Emprende tú la subida junto a él, cargando con la mochila de tus propios desencantos, decepciones y escepticismos: “no se puede hacer nada”, “son inútiles los esfuerzos por cambiar la realidad”..., “lo mejor es no complicarse la vida...” Siente cómo todo eso ensombrece tu vida y empaña tu alegría.
Contempla luego a Jesús, envuelto en la claridad de la cercanía y de la palabra de su Padre: “Este es mi Hijo querido en quien me complazco.” Siente que esas palabras te están dirigidas también a ti, que son pronunciadas también sobre cada hombre o mujer de nuestro mundo. Acoge la alegría de pertenecer a una humanidad envuelta en la ternura incondicional de Dios y deja que esa noticia disipe tus oscuridades, temores y pesimismos.
Habla con Jesús de tu necesidad de momentos de luz para tener los ojos y los oídos abiertos para reconocer su presencia y para escuchar la voz que dice “ éstos son mis hijos” sobre aquellos que viven envueltos en las sombras de mil formas de muerte.
Baja del monte con él y reemprende el camino, transfigurado tú también por la certeza de que Jesús es el Vencedor de la muerte y de que la vida humana, aún en “fase precaria”, se manifestará cuando el Resucitado enjugue todas las lágrimas...”
Madres Benedictinas – Palacios de Benaver (Burgos)