Domingo IV - Cuaresma
Juan 9, 1-41
Al pasar, vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento. Un ciego no ve, pero está, en la calle, a la vista de todos; grita, extiende la mano, pide limosna. Jesús lo ve, se acerca a él con compasión y ternura, inicia un diálogo liberador. Se niega a aceptar la opinión generalizada de que está así por su culpa. En este ciego estamos representados todos, nosotras también que, a veces estamos ciegas, no sabemos o no queremos ver. Pero Jesús es la luz del mundo que viene a iluminar las tinieblas de nuestro corazón. Por eso, el Señor nos sale hoy al encuentro y nos anima a vivir en la luz con los ojos y el corazón bien abiertos para que nuestros actos sean pequeños reflejos de Su luz.
Jesús, no solo da la vista al ciego del camino, sino que este encuentro le da ocasión de desvelar su identidad: "yo soy la luz del mundo". Jesús es luz encendida, puesta en medio para iluminar. Jesús es luz, su amor es más grande que todos nuestros pecados. Nuestra muerte es vencida por su presencia sanadora. Con él nos viene una plenitud insospechada. Como curó al ciego con el barro y el agua, con el signo y la palabra, nos puede curar ahora a nosotras para que seamos hijas del Padre, que es luz de luz, y realicemos las obras del día. Sea como sea, Jesús no nos deja solas, nos hace la pregunta de la fe a cada una: "¿crees tú?" Y espera pacientemente que dejemos entrar su luz en nuestro corazón. ¿Qué haremos?
Un ciego, que no conocía la luz, porque nunca la había visto, nos anima con su confianza, tan sencilla, a recorrer sin miedo el proceso de la fe. Jesús espera nuestra respuesta creyente. Señor, cure nuestra ceguera, para que comencemos a ver todo de manera diferente. Abre nuestros ojos a la luz de los valores evangélicos: la compasión, la bondad, la ternura, la solidaridad.