Pascua de Resurrección
Juan 20, 1-9
¡CRISTO HA RESUCITADO! Hoy es el GRAN DÍA de nuestra FE, el día más grande del año. El amor ha vencido a la muerte. Dios ha resucitado a Jesús y también quiere resucitarnos a nosotras El evangelio de este domingo más que un relato de la aparición de Jesús resucitado es un relato de desaparición. Lo que encuentran tanto María Magdalena como los dos apóstoles no es la manifestación gloriosa del Resucitado sino un sepulcro vacío. Ante ese hecho hay dos actitudes: La primera es la actitud inicial de María Magdalena: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”. La otra es la respuesta de fe Juan: “Vio y creyó”. En las palabras de María Magdalena se observa una enorme carga de amor y cariño. Esta mujer lleva en su corazón el amor a su Señor. No se queda encerrada en sí misma, triste y sin esperanza. Busca a su Señor en el amanecer, sale de madrugada.
El amor no la deja dormir. Pero su perspectiva se queda en una distancia muy corta. Busca a su Señor, pero reacciona de forma precipitada: le basta ver que han quitado la losa del sepulcro para concluir que alguien se ha llevado el cadáver; la resurrección ni siquiera se le pasa por la cabeza.
La actitud de los apóstoles es diferente. “Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro” Llegan al sepulcro y observan lo que ha sucedido. Sólo después se les abre la inteligencia y comprenden lo que no habían entendido antes en las Escrituras: “que Él había de resucitar de entre los muertos”. Pedro actúa como un inspector de policía: corre al sepulcro y no se limita, como María, a ver la losa corrida; entra, advierte que las vendas están en el suelo y que el sudario, en cambio, está enrollado en sitio aparte. Algo muy extraño. Pero no saca ninguna conclusión. Juan, el discípulo amado también corre, más incluso que Simón Pedro, pero luego lo espera pacientemente. Y ve lo mismo que Pedro, pero concluye que Jesús ha resucitado. Con el discípulo amado nos atrevemos a creer, a pasar de la oscuridad a la luz, de la esclavitud a la libertad, del pecado a la amistad con Dios. La fe es nuestro traje de fiesta para vivir la alegría de la resurrección de Jesús. Por la fe celebramos a Jesús, el Señor, el hombre nuevo que nos renueva, a nosotras y a toda la creación.
Jesús es, curiosamente, el gran ausente de este relato. Sin embargo, en torno a la ausencia de Jesús brota la convicción de que está vivo, de que ha resucitado. No han sido los judíos o los romanos los que se han llevado su cuerpo. Ha sido Dios mismo, el Abbá de que tantas veces habló, el que lo ha levantado de entre los muertos. Y le ha dado una nueva vida. Una vida diferente, plena. Jesús ya no pertenece al reino de los muertos, sino que está entre los vivos de verdad. En esa vida nueva su humanidad queda definitivamente transida de divinidad. La muerte ya no tiene poder sobre él
Pero no hay pruebas de ello. Solamente el testimonio de los primeros testigos que nos ha llegado a través de los siglos. De voz en voz y de vida en vida ha ido pasando el mensaje: “JESÚS HA RESUCITADO! ¡Dichosas nosotras si creemos en Él!