Domingo XXIII - A
Mateo 18, 15-20
En toda comunidad humana surgen dificultades, disensiones por eso es tan necesario la corrección y el perdón. Pero necesitamos delicadeza, humildad y sencillez para poder realizar esta tarea; y, también, apertura al amor y a la vida que Dios nos ofrece, donde podemos aprender esta gran lección y este estilo de ser y de vivir. El evangelio de este domingo está en el contexto de la catequesis sobre la vida de la comunidad. De ahí que plantea uno de los aspectos fundamentales del amor entre hermanas, como es la CORRECCIÓN FRATERNA; tarea nada fácil y, sin embargo, una constante en la pedagogía de Dios.
Amar al prójimo, según Jesús, no es siempre sinónimo de callar; muchas veces exige y obliga a hablar, orientar, guiar, corregirle con caridad. Vivimos en comunidad, compartiendo fe, vida, oración, bienes materiales y todas tenemos una gran responsabilidad sobre la salvación de nuestras hermanas. Somos una comunidad de fe: es precisamente nuestra fe en Jesús lo que nos congrega y vincula, y esa es nuestra dicha, nuestra bienaventuranza; pero somos una comunidad en camino, una comunidad de monjas que todavía no hemos llegado a la perfección, que necesitamos seguir aprendiendo y creciendo en el seguimiento de Jesús. Y todo esto significa que somos que somos corresponsables unas de otras. Aunque cada una es responsable de sí misma, no es cierto que cada una responde en exclusiva de sí misma, porque la responsabilidad que Jesús nos ha confiado, esa misión que todas debemos llevar adelante, tiene mucho que ver con la preocupación por las demás. Jesús nos lo enseña hoy, con realismo, de manera directa y explícita: la corrección fraterna es parte esencial de la vida de la comunidad de las seguidoras de Jesús.
En La corrección fraterna podemos señalar cinco momentos:
1) Tomar consciencia de que todas cometemos errores. No existe, ninguna persona que pueda decir: “yo nunca me equivoco… yo no cometo errores”.
2) Reconocer con humildad que necesitamos cambiar en muchos aspectos de nuestra vida y que, para vivir adecuadamente ese proceso, es importante abrirnos a la mirada compasiva de las demás y aceptar –insisto, con humildad- las correcciones que las otras nos hacen.
3) Quien se siente movida a hacer una corrección ha de poner por encima de todo el amor, la compasión, la misericordia y la ternura de Dio.
4) Cuando vemos que una hermana está equivocada no podemos pasar de largo o quedarnos tan anchas diciendo: “Es su problema”. Tenemos una responsabilidad con su corrección como afirma el profeta Ezequiel en la primera lectura de este domingo: “Si yo digo al malvado: ¡Malvado, eres reo de muerte!, y tú no hablas, poniendo en guardia al malvado para que cambie su conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre”
5) Aceptando que todos nos equivocamos, es importante que quien hace una corrección fraterna esté dispuesta a ser corregida cuando sea ella la que se equivoque. El reconocimiento humilde de nuestra fragilidad y nuestra vulnerabilidad nos hace inmensamente libres.
¿Cómo hacer la corrección fraterna?
El evangelio nos propone un procedimiento sencillo: Primero, debemos llamar “a solas” a quien queremos ayudar a cambiar. Si el diálogo surge efecto, el asunto queda entre las dos. Si no hace caso podemos llamar a una o dos hermanas para que la invitación a cambiar quede corroborada por los testigos. Igualmente, si la llamada surge efecto todo queda entre las tres y basta.
Finalmente, si no escucha a los testigos, se ha de comunicar a la comunidad para que ésta quede al tanto de la reiterada invitación a cambiar que se le ha hecho a la persona. Es importante el orden: a solas, dos o tres y la comunidad. A veces se nos olvida y antes que la persona se entere ya ha sido condenada por todo el mundo.
El Señor nos llama, una y otra vez, a la necesidad del perdón, de la reconciliación entre nosotras, pues lo que hagamos en la tierra tiene efecto en el cielo. Pidamos, desde la fuerza que nos da la oración, que seamos capaces de discernir nuestra propia vida, de construir una comunidad más auténtica, y de que, nuestra maduración en la fe vaya creciendo de tal manera, que gustemos y acojamos la corrección como un camino hacia la perfección humana, comunitaria y personal. A Pedro le había dado la potestad de atar y desatar los pecados, ahora Jesús se lo da a la comunidad y nos asegura su presencia en media de nosotras cuando nos reunimos en su nombre.