Domingo XXII - A
Mateo 16, 21-27
La Palabra de Dios hoy nos habla de sufrimiento y de cruz a consecuencia de la fidelidad a la vocación, a la misión recibida. Tanto el profeta como la invitación y la propuesta de Jesús conllevan sufrimiento y cruz. Pero es necesario decir alto y claro que Jesús no ama ni busca arbitrariamente el sufrimiento, ni para él ni para los demás, como si éste fuera especialmente grato a Dios. Lo que agrada a Dios no es el sufrimiento, sino la actitud con que se asumen las cruces que nacen de la fidelidad a su Hijo amado, a quien merece la pena seguirle.
En el relato evangélico, Jesús anuncia a sus discípulos que su camino pasa por el sufrimiento y la muerte antes de llegar a la gloria y a la plenitud; esto es, anuncia el sentido de su mesianismo en la línea del Siervo sufriente, que lo entrega todo. Pedro reacciona contra esta propuesta de Jesús, pero Jesús proclama que quien quiera seguirle debe cargar con la cruz. La cruz no es término, sino CAMINO: el que pierda su vida, el que se vence a sí mismo, a sí misma, el que se olvida de sí mismo, de sí misma, encontrará la vida. Es su PROPUESTA.
El domingo pasado Pedro pasado era alabado por Jesús, por su respuesta atinada y certera; hoy resulta que escucha unas palabras durísimas de Jesús, nada menos que “quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios”. Está claro que a Pedro le queda mucho camino por recorrer hasta llegar a esa experiencia de Jesús, la experiencia que “marca” y que transforma. Sabemos que lo va a realizar, pero está en camino. No basta “con saber”; es necesario ser marcado. El camino del seguimiento a Jesús comporta la cruz. No hay verdadero discipulado si no se asume el mismo camino del Maestro. Para seguirlo hay que “negarse a sí mismo, tomar la propia cruz y seguirlo". Negarse a sí mismo quiere decir no centrar la vida sobre el propio egoísmo, sino en Dios y su proyecto (el Reino). Esto comporta la aceptación de las adversidades y el soportar las dificultades, pero el mismo Jesús nos ha dejado el ejemplo de cómo obrar en tales situaciones: basta imitarlo. Él no renunció al plan de Dios por miedo al dolor, sino que permaneció fiel hasta dar la vida. Y precisamente fue de esta manera como llegó a la plenitud de la vida en la resurrección.
Nuestra gran tentación es imitar a Pedro: confesar solemnemente a Jesús como Hijo del Dios vivo y luego pretender seguirlo sin cargar con la cruz. Vivir el evangelio sin renuncia ni coste alguno. Esto no es posible. Seguir los pasos de Jesús siempre resulta peligroso. Jesús nos ofrece una vida nueva, llena de sentido y de paz interior, pero tiene un precio que hay que pagar inexorablemente. “Negarse a sí mismo” ; “cargar la cruz”; “perder la vida”, quemarla, en definitiva para que se convierta en luz y calor. Se trata de empeñar la vida entera, de entregarla a fondo perdido sin esperar recompensa, en pura gratuidad.