Domingo XXVII - A
Mateo 21, 33-43
La parábola de los viñadores homicidas la pronuncia el Señor inmediatamente después de la parábola de los dos hijos, es decir, en el mismo contexto de la parábola anterior. Está dirigida, por tanto, a los miembros del sanedrín, a los «sumos sacerdotes y ancianos del pueblo» (Mt 21,23), a «los príncipes de los sacerdotes y los fariseos» (Mt 21,45) que se habían acercado a Él cuando enseñaba en el Templo para interrogarle sobre la autoridad con que enseñaba y realizaba sus obras.
Dos veces se toca hoy en la liturgia el tema de la viña. Primero lo hace Isaías en un poema con un mensaje claro de Dios. Después, Jesús, en el evangelio, vuelve a insistir en el mismo mensaje: ¿Qué hará Dios con un pueblo colmado de atenciones pero que no responde con frutos?
Ya en el AT la queja de todos los profetas es la misma que podemos trasplantar al NT. Y que Jesús hace suya: el pueblo no reconoce todo lo que Dios ha hecho con él y le responde con ingratitud y desprecio…
Esta parábola de los viñadores homicidas es un relato en el que Jesús va descubriendo con acentos alegóricos la historia de Dios con su pueblo. Es una historia muy triste. Dios lo había cuidado desde el comienzo con todo el cariño. Era su “viña preferida”. Esperaba hacer de ellos un pueblo ejemplar por su justicia y fidelidad. Una luz para todos los demás pueblos.
Sin embargo, aquel pueblo fue rechazando y matando uno tras otro a los profetas que Dios iba enviando para recoger los frutos de una vida más justa. Por último, en un gesto increíble de amor, les envió a su propio Hijo. Pero los dirigentes del pueblo lo mataron. ¿Qué puede hacer Dios con un pueblo que defrauda de una manera tan fuerte, tan ciega y obstinada sus expectativas?
La alegoría culmina con una pregunta dirigida por el Señor a los líderes religiosos que lo escuchan: «cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos viñadores?». Sin comprender aún que los viñadores homicidas los representaban también a ellos, responden sin darse cuenta que a sí mismos se están condenando: «Hará morir sin compasión a esos malvados y arrendará la viña a otros viñadores, que le entreguen los frutos a su tiempo».
Dios es el dueño de la viña, la viña fue primero Israel y ahora es la Iglesia, el Nuevo Israel. Los criados son los profetas y el Hijo es Jesús. Los arrendatarios fueron los líderes de Israel a quien fue dirigida esta parábola, pero en realidad somos todos los hombres y mujeres. Por tanto, estas palabras tan duras de Jesús no las pronunció sólo para los escribas y fariseos sino también para nosotras.
Una lectura honesta del texto nos obliga a hacernos preguntas serias: ¿Estamos produciendo los furtos que Dios espera de nosotras? ¿Son los frutos propios de las seguidoras de Jesús?
Nosotras somos la “viña” del Señor, y Él ha hecho por cada una todo lo que es posible hacer: nos da la vida, nos ha elegido, nos cuida sin medida, nos sostiene con su mano providente, y nos llena de sus dones. Y ahora espera nuestros frutos. El Señor nos pone en su viña y quiere que la cultivemos y la trabajemos. Y los frutos tienen que ser nuestras buenas obras: nuestros deseos de ser mejores, nuestras ganas de superación, nuestros intentos de hacer realidad lo que su evangelio nos pide, ser fieles, justas, solidarias... Esos son los frutos que el Señor quiere de nosotras.
Dios espera justicia y derecho de sus elegidos, pero, antes de pedir, da la capacidad de dar frutos.