Domingo XXVIII - A
Mateo 22, 1-14
Jesús, en la parábola que nos propone hoy la liturgia, como en las de los anteriores domingos, interpreta la historia de Israel. Va dirigida “a los sumos sacerdotes y a los senadores del pueblo”, pero esta palabra es siempre viva y eficaz e interpreta también nuestra historia. Dios nos llama continuamente, no se cansa de invitarnos a trabajar en su viña, lo hace de muchas maneras y en situaciones diferentes, y nosotros o bien no somos fieles a la llamada y Dios llamará a otros, o bien le damos largas, nos inventamos excusas, hacemos oídos sordos y de una u otra manera no hacemos caso. Sin embargo, Dios no se desanima y, ante la negativa, sigue invitando a todos al banquete, saliéndonos al encuentro en las encrucijadas de nuestros caminos.
Las lecturas de hoy nos presentan el Reino de Dios como un gran festín. Isaías nos dice que el Señor preparará un festín para todos los pueblos, un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares exquisitos, vinos refinados (Is 25,6).
También Mateo nos habla de un banquete. Lo expresa con dos parábolas yuxtapuestas. La primera parábola nos habla de un banquete con ocasión de la boda del hijo del rey, y sorprende que los invitados se nieguen a asistir. Era impensable que los convidados no aceptaran, y mucho menos que mataran a los criados del rey. No apreciaban la importancia que el rey les había concedido al invitarles a la boda de su hijo. Ante esta situación, el rey de la parábola pide a los criados que vayan de nuevo e inviten a todos los que encuentre por los por los caminos, malos y buenos.
La segunda parábola nos sorprende con la presencia de uno de los últimos invitados que se presenta sin traje de bodas.
Dos son las situaciones que enfadan al rey en el texto evangélico, y expresan el sentido de la parábola: en principio, los primeros convidados rehúsan la invitación, prefieren ocuparse de sus negocios, marcharse a sus campos, e incluso algunos maltratan a los criados hasta matarlos, y por otro lado le enfada que uno de los invitados asista al banquete sin traje de bodas. Dos enfados aparentemente desconectados, pero en ambos casos los convidados no tienen conciencia de la importancia del banquete y de lo que esto significa para el rey que los convoca.
Mirando las parábolas desde nuestra perspectiva, el texto nos exige una seria reflexión. El reino de Dios es algo muy importante para Él, como lo es para un rey la boda de su hijo; e importante para nosotras debe ser aceptar esta invitación. Ignorar la invitación supone no poder participar del banquete. La invitación a participar del reino es un don, pero un don que exige respuesta, hace falta cumplir un requisito que el evangelio lo pone como algo externo y que en las bodas se le da mucha importancia y es el vestido. Los que fueron al banquete, necesitaban además de participar, tener el vestido de bodas; no basta con tener la buena intención, sino tener el nuevo vestido.
Cuando decidimos aceptar la invitación a las bodas del Reino, tenemos que asumir la responsabilidad y las exigencias que comporta. No se puede vivir de cualquiera manera. No se puede presentar uno sin el traje de bodas. Es ahí donde el evangelio pone el dedo en la llaga. Hemos aceptado esa invitación en nuestro bautismo y tratamos de ser coherentes con lo que significa. Pero nos damos cuenta de que no estamos a la altura de las circunstancias y de que tenemos necesidad de una conversión continua.
Para entrar en el banquete es necesario un estilo de vida, que ponga en práctica las enseñanzas de Jesús. Hay que responder con frutos de justicia. Se exige llevar un traje, pero no es un traje exterior, sino interior: el traje de la caridad, el traje del amor, el traje de la gratuidad, el traje del perdón. Es necesario tener una buena actitud: estar en comunión con los demás comensales. Dios llama, pero el hombre ha de responder. La vocación cristiana no es una garantía mágica de salvación, hay que vivir en coherencia con lo que nos pide el Evangelio.
Esto nos lleva a la conclusión de la parábola: "Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos". Dios invita a todos, pero exige una respuesta positiva y algunos prefieren perderse la fiesta o no van con la actitud –traje interior- adecuada.
Escuchando esta Palabra, nos sentimos llamadas también nosotras, con toda la Iglesia y con toda la humanidad, al banquete de bodas: la Eucaristía, los bienes de la vida destinados a todos los hombres, la realización del banquete mesiánico en el hoy de nuestra historia.
El Padre nos invita, quiere que seamos felices. Su llamada e invitación son del todo gratuitas, no tienen otro interés que nuestro bien, nuestra felicidad: "puro don de su liberalidad", de su amor misericordioso y fiel.
El Señor nos invita a cada una a la fiesta de su Reino dónde sólo hay abundancia, fraternidad y gratuidad. Ojalá el Señor nos encuentre atentas a su llamada y dispuestas a responderle.