Domingo XXXIII - A

domingo 33aMateo 25, 14-30

El evangelista Mateo en estos últimos domingos nos está hablando sobre la venida del Señor. Lo que nos dice es como una exhortación a toda la Iglesia y, por consiguiente, a nosotras cristianas y consagradas para que vivamos con seriedad el tiempo que media entre la partida de Jesús y su venida definitiva. Por ello, nos está invitando a una vigilancia activa, a no dejarnos adormilar por la pereza, por la rutina o por la comodidad. Y también a la responsabilidad, ya que el Señor nos ha dado unos dones que debemos hacer fructificar.

Bajo esta perspectiva expone hoy el contraste entre la actitud laboriosa de unos compañeros y la actitud perezosa de otro frente a los dones recibidos del dueño de la casa. Quien ha sido perezoso y negligente no puede compartir la alegría de la presencia del Señor cuando regrese a casa. Sin embargo, quienes hayan trabajado activamente los dones recibidos; quienes hayan sido diligentes con los regalos de Dios, entrarán a compartir la alegría del Reino. 

Esta parábola de los talentos nos enseña que además de la actitud vigilante, es necesaria la actitud productiva, es decir dar frutos de buenas obras. Viene a decir que es más grave no hacer nada (uno enterró el dinero), que equivocarse por hacer algo. Los dones recibidos son para ponerlos a funcionar y no para devolvérselos íntegros al Señor.

Dios, el Señor, reparte dones y espera frutos. No exige frutos iguales a todos porque los dones de cada uno tampoco son iguales. Pero sí exige a todos la misma laboriosidad, la misma atención y el mismo esfuerzo, porque el Reino de Dios no es para los ociosos, conformistas o perezosos. La suerte que nos espera en la venida del Señor dependerá de lo que hayamos hecho o dejado de hacer en nuestra vida.

Sin duda que la salvación es obra y regalo de Dios. No dependerá de nuestros méritos, sino de los alcanzados por Jesucristo, pero el Señor tiene presente la acogida y el trabajo que hayamos realizado con los dones que, suficientemente, ha puesto en nuestras manos para que fructifiquen.

Jesús ha puesto en nuestra vida inteligencia para pensar, corazón para amar, bienes materiales para trabajarlos y disfrutarlos. Pero, sobre todo, lo que Jesús nos dejó, fueron los bienes que él poseía: el Espíritu, la Palabra, el Reino, el Amor, el Perdón, la Buena Noticia, el "ser luz", el "ser sal. Según Jesús, no somos dueñas, sino administradoras de los bienes del mismo Dios. Por eso, Dios valorará nuestro trabajo.

Dios ha empezado la creación del universo y nos ha hecho sus colaboradores en esta obra. Dios, que ama, no quiere hacer las cosas solo. Nos trata como personas maduras, capaces de tener responsabilidad e iniciativa, dándonos un gran margen de confianza.

Esta parábola se aplica a la vida de cada una y a la de la Iglesia. Lo que marca la diferencia entre los dos tipos de empleados es la actitud de confianza o de miedo. El que administra los bienes se arriesga a hacer un mal negocio o a no tener el beneficio previsto, pero trabaja con confianza. El que esconde el talento retrata a la persona presa a una falsa imagen de Dios como juez riguroso que da miedo y no inspira confianza. Por eso queda paralizada sin hacer nada positivo y perdiendo la oportunidad de usar los talentos recibidos en beneficio de los demás.

El Papa Francisco habla de estas dos actitudes cuando dice que es mejor tener una Iglesia accidentada porque se arriesga y busca caminos para ser servidora en el mundo de hoy, que una Iglesia enferma por la reclusión en sí misma, por miedo o por aferrarse a las propias seguridades.

El miedo no es buen consejero pues paraliza. Nuestro pecado puede ser la omisión, el no arriesgarnos en el camino de hacer el bien, el contentarnos con conservar el talento.

Podríamos preguntarnos: ¿Qué talentos, qué dones he recibido del Señor? ¿Se reconocerlos y agradecerlos? ¿Los estoy poniendo al servicio de la comunidad o me los estoy reservando para mí?