Segundo Domingo de Cuaresma - B
En este segundo domingo de Cuaresma, siguiendo el camino hacia la Pascua, nos encontramos la Transfiguración del Señor en el monte Tabor.
El domingo pasado lo veíamos en el desierto preparándose para la Misión que el Padre le había encomendado, hoy, lo vemos ya metido de lleno en la vida pública, en la misión, acompañado del grupo de seguidores más íntimos, Pedro, Santiago y Juan. Jesús lleva a sus tres amigos a la montaña, al Tabor, para vivir una experiencia excepcional, su transfiguración. Es una escena maravillosa en la que encontramos varios elementos importantes; la montaña como lugar de encuentro con el Señor, los discípulos más íntimos, Elías y Moisés que representan el Antiguo Testamento, y la voz del Padre que dice “Este es mi Hijo amado, escuchadle”. En este entorno se realiza la transfiguración de Jesús, elemento importante que Pedro querría vivir siempre. “Qué bien se está aquí”, pero Jesús da un paso más y les invita a bajar del monte y meterse en la vida ordinaria, en la vida de todos los hombres y mujeres.
En el hoy de cada día, nosotros nos encontramos con momentos como este, podemos experimentar el sentirnos con gozo en acontecimientos especiales, y no querríamos que pasaran pero, la llamada a lo cotidiano, no exento de dificultades y nubarrones, nos hace entrar en la realidad, la situación mundial, global en la que vivimos, violencias, guerras, desigualdades e injusticias que reclaman nuestra atención y actuación y a la que cada uno debe responder según sus posibilidades.
Otro punto importante que debemos tener en cuenta en este relato y en nuestra vida, es la “escucha”. Somos llamadas a escuchar a Jesús, a nadie más. Él es el Hijo amado de Dios. Es nuestro Maestro. Su voz es la única que hemos de escuchar. Las demás sólo nos han de llevar a Jesús. “Éste es mi Hijo amado; escuchadlo”, estas palabras del Padre, deben llegar a nuestro corazón como un mensaje de consuelo, de esperanza y de exigencia.
La cuaresma es el tiempo de dejar el valle y subir a la montaña en busca de soledad, de silencio y de contemplación. Es un tiempo especial para escuchar la Palabra y dejar que se asiente en nuestro interior como fermento de conversión y de vida nueva, y después… bajar al valle donde sufren, gozan y luchan nuestros hermanos, los hombres y las mujeres.
La transfiguración de Jesús nos ayuda a seguir caminando en nuestra cuaresma con Jesús hacia Jerusalén para participar en su muerte y resurrección (Mc 9,1-9). No tiene nada de extraño que los discípulos no comprendieran su sentido y se preguntaran qué significaba “resucitar de entre los muertos”. Estaba claro que no se trataba de una resurrección de un muerto como las que se cuentan en el Antiguo Testamento o las que realizó el mismo Jesús. En ellas, más que resurrección se trataba de una vuelta temporal a la vida para después volver a morir. La resurrección de Jesús, en cambio, significa la intervención definitiva de Dios para salvar a la humanidad. Jesús resucitado vive para siempre, para nunca más morir, y se ha convertido en causa de vida para todos los que creen en Él.