Tercer Domingo de Cuaresma - B
El evangelio de hoy es uno de los pocos pasajes evangélicos en que aparece la cólera de Jesús, motivada por la situación que encuentra en el templo de Jerusalén, invadido por los vendedores de animales para el sacrificio (bueyes, ovejas y palomas), y por los cambistas de dinero para el pago del impuesto del templo. Entonces él, haciendo un azote de cordeles, expulsó a los primeros con su mercancía y volcó las mesas y desparramó por el suelo el dinero de los segundos. Todo para que no convirtieran en mercado la casa de su Padre, casa de oración.
No estamos acostumbradas a la imagen de un Jesús, Mesías echando a la gente con un azote en las manos. Sin embargo, ésa es la reacción de Jesús al encontrarse con personas que, incluso en el templo, no saben buscar otra cosa que su propio negocio. Ésa es la reacción de Jesús cuando hacemos de la casa de Dios no un lugar de oración, encuentro y celebración, sino un mercado. “Te prometo, si me concedes”.
Jesús denuncia la esterilidad y la perversión del Templo de Jerusalén. Ya no sirve, porque ha sido convertido en un espacio de mercado, de negocio, de interés materialista, que no respeta a las personas. Ahora hay un nuevo Templo, un nuevo lugar de encuentro con Dios: la persona de Jesús.
Y junto con Él, un segundo templo que también debe ser respetado: la persona humana. Ambos son lugares sagrados. Las iglesias son útiles en cuanto que nos ayudan a encontrarnos con Jesucristo y nos sirven de punto de encuentro para celebrar nuestra fe de manera comunitaria. Pero no agotan la posibilidad del encuentro con Dios.
La religión ha de entenderse, necesariamente, de otra manera. No la podemos reducir a cumplir una serie de normas o mandamientos que nos manda Dios, o la Iglesia. Nuestro Dios es el Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob, que nos sacó de Egipto, que hizo una alianza con nosotros y la llevó a su plenitud enviando a su Hijo Jesús, que nos amó hasta el extremo, que murió y resucitó por nosotros, y que vive y está con nosotros cada día a través de su Palabra, de su testimonio en otras personas que nos alientan en el camino de la fe, de su amor convertido en entrega generosa en el pan y el vino y en presencia amorosa en los más pobres y desfavorecidos.
La nueva religión de Jesús no se basa en normas, sino en amor. Y la Iglesia es la comunidad de los que experimentamos ese amor que Dios nos tiene y lo hacemos vida a través de nuestro compromiso con cada persona, que es sagrada y en la que nos encontramos con el mismo Dios. Todo esto no se puede reducir a cumplir un mandamiento, es mucho más grande que todo eso.
Los mandamientos nos servirán en la medida en que nos ayuden a vivir la religión de esta manera nueva, al estilo de Jesús. ¿Entendemos ahora porque Jesús cogió un látigo y echó a todos del templo? ¿Entendemos porque no se puede construir una sociedad en la que el dinero y la economía sean más importantes que las personas? Si nos conformamos con ser una Iglesia de “cumplimiento”, nunca seremos un SIGNO de la presencia de Dios para nuestro mundo y para tantas personas que viven alejadas.
¡Ojalá la casa de Dios, sea lugar donde nos encontremos con el Padre! ¡Ojalá nuestras celebraciones sean un encuentro con el Dios vivo que nos impulsa a buscar su justicia y a construir su Reino! ¡Ojalá nuestras eucaristías sean una escucha sincera de la buena noticia evangélica y una celebración de nuestro compromiso de fraternidad! ¡Ojalá sepamos respetar, sobre todo a la persona, que para Jesús de Nazaret era sagrada, y es la Causa de Dios.