Domingo XXV - B
Tras la confesión de Cesárea, Jesús se pone en camino hacia Jerusalén y convierte el camino en un lugar de enseñanza especial para sus discípulos. Las primeras tres lecciones del Maestro son los tres anuncios de su pasión.
Hoy contemplamos la escena del segundo anuncio. Pero ellos, dice el evangelio, no entendían y les daba miedo preguntarle. Ya Pedro había expresado su resistencia a aceptar el primer anuncio: “¡De ningún modo, Señor! ¡Eso no puede pasarte a ti!”
El Maestro anuncia que va a ser traicionado, entregado y asesinado, y ellos andan dolorosamente enfrascados en lo que más les importa: quién es el más importante del grupo. ¡Cómo ciega la ambición hasta el punto de no ser conscientes de la trascendencia del momento que vive su Maestro y amigo! ¡Les está diciendo que va a ser asesinado! ¿Sentiría miedo Él? ¿Sabía acaso quién le iba a traicionar? ¿Por qué dirigirse a Jerusalén, entonces?... Nada de esto parece importarles a los amigos de Jesús...
Cuando llegan a casa, en Cafarnaún, Jesús les pregunta sobre qué iban hablando, con tanta “pasión”, por el camino. Pero ellos callan. Algo en su interior les dice que su discusión es demasiado mezquina y que no va a gustar al Maestro. Algo en ellos reconoce que hay una distancia infinita entre sus pensamientos y los de Dios, sus pretensiones soberbias y la humildad de su Maestro. Algo en su interior les hace avergonzarse de sus ambiciones de “prosperar” según lo humano.
La respuesta de Jesús es un resumen del testimonio de vida que estaba dando desde el principio: ¡Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el siervo de todos! El último no gana nada. Es un siervo inútil (cfr Lc 17,10). Usar el poder no para ascender o dominar, sino para descender y servir. Este es el punto sobre el cual Jesús insiste mayormente y sobre el que fundamenta su testimonio.
La verdadera grandeza consiste en servir. Para Jesús, el primero no es el que ocupa un cargo de importancia, sino quien vive sirviendo y ayudando a los demás. Y puso, en medio de ellos a un niño: “Así soy yo y así debéis ser vosotros. Tan poco importantes, tan pequeños y tan libres de pretensiones de poder como un niño”. Una persona que sólo piensa en ascender y dominar no piensa en los pequeños, en los niños. ¡Pero Jesús lo invierte todo! Y dice: “Quien acoge a uno de estos niños en mi nombre, a mí me acoge; quien me acoge, no me acoge a mí, sino a aquel que me ha enviado”. ¡Él se identifica con ellos! ¡Quien acoge a los pequeños en nombre de Jesús, acoge a Dios mismo!
Nosotras somos las seguidoras de Jesús del siglo XXI. Podemos reflexionar sobre si nos pasa algo parecido a lo que pensaban y hablaban los que le acompañaban por los caminos de Palestina.
No nos desanimemos si nuestros sentimientos y reacciones se parecen a las de aquellos primeros seguidores… Ante la perspectiva de aquel futuro nada agradable y tan poco glorioso que les presentaba el Maestro algunos se marcharon. Jesús preguntó a los doce: “¿También vosotros queréis marcharos? Y Pedro le contestó: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna”
Los doce siguieron a Jesús hasta el final, con sus dudas y temores. Pedro llegó a negarle en un momento muy difícil. Pero, para ellos, pudo más su seguridad y confianza interior, manifestada en aquella respuesta del mismo Pedro: “Tú tienes palabras de vida eterna”. Después de la resurrección el Espíritu Santo les dio claridad sobre lo que “no entendían” y fuerza para anunciarlo por el ancho mundo.
Su predicación ha llegado hasta nosotras que también seguimos a Jesús. Conocemos su vida, su enseñanza, su pasión por el Reino como realización del Proyecto del Padre, su sencillez y trato cercano con la gente, su preferencia por los enfermos, marginados, pecadores… Conocemos las condiciones que ponía a los que querían seguirle y compartir su misión… Revisemos nuestras actitudes: “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos” (Mc. 9,35) Miremos a nuestro interior y revisemos nuestras convicciones profundas: “Tú tienes palabras de vida eterna”. (Jn.6,68). Conscientes de nuestra fragilidad y nuestros fallos acudamos al mismo Espíritu que fortaleció a los primeros…