Domingo XXVI - B
Apertura y tolerancia, frente a la tentación de monopolizar el carisma, es la enseñanza de la liturgia de este domingo.
Continuamos leyendo el evangelio por donde lo dejamos la semana pasada. Jesús está en Cafarnaúm, en una casa, con sus discípulos. Les ha llamado la atención por buscar los primeros puestos y los ha instruido sobre el servicio y la humildad, poniendo a un niño en medio de ellos como ejemplo. Ahora continúa enseñándoles, diciéndoles que en su Reino no hay lugares reservados, que toda persona que, en su nombre, haga las obras que él hace, es contado entre sus discípulos. Y también que el que sea ocasión de escándalo será excluido.
Los discípulos se acercan a Jesús con un problema. Esta vez, el portador del grupo no es Pedro, sino Juan, uno de los dos hermanos que andan buscando los primeros puestos. Ahora pretende que el grupo de discípulos tenga la exclusiva de Jesús y el monopolio de su acción liberadora.
Juan, con toda ingenuidad, le va a contar a Jesús, pensando que le habían prestado un servicio y que se lo iba a agradecer, que había encontrado a un exorcista que echaba los demonios en su nombre, y que ellos se lo habían prohibido: ¡A ver con qué derecho iba echar él el demonio en nombre de Jesús si no pertenecía a su grupo!
Su actuación les parece una intrusión que hay que cortar, en el fondo, como advierte la primera lectura, están celosos. No les preocupa la salud de la gente, sino su prestigio de grupo. Pretenden monopolizar la acción salvadora de Jesús: nadie ha de curar en su nombre si no se adhiere al grupo.
Jesús rectifica y les dice: "No se lo volváis a impedir, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros, está a favor nuestro". Los apóstoles están afectados de un celo exclusivista, de estrechez de espíritu, de sectarismo intransigente e intentan monopolizar institucionalmente el carisma. En cambio, Jesús revela un espíritu abierto y generoso.
Jesús rechaza la postura sectaria y excluyente de sus discípulos. No se trata de dispersar, dividir y competir, sino, por el contrario, de reconocer, unir y multiplicar. Según Jesús, toda persona que “echa demonios en su nombre” está evangelizando. Toda mujer, hombre, grupo o partido capaz de “echar demonios” de nuestra sociedad y de colaborar en la construcción de un mundo mejor está, de alguna manera, abriendo camino al Reino de Dios.
Este es el Espíritu que ha de animar siempre a sus verdaderos seguidores. Flexibilidad, amplitud, acogida, ayuda, caridad, buscando siempre el bien y la salvación de los demás.
Generalmente somos propensos a la "intolerancia". No llegamos a comprender ni a respetar a quien piensa de distinta manera, a quien tiene otros criterios distintos a los nuestros, a quienes opinan de diversa forma.
Entonces, la discrepancia degenera en descalificación, agresividad y violencia. Este no es el pensamiento de Jesús. Los caminos del Señor son innumerables y sorprendentes.
Con lo que Jesús no está de acuerdo es con el daño que hacemos a causa de la infidelidad a su mensaje evangélico.
El cristiano debe ser fermento de unidad, de amor, nunca causa de discordia. El no aceptar opiniones de los que “no son de los nuestros”, negando a los nuestros que escuchen otras palabras, otras lecturas, otros escritos, es señal de que no nos interesa la verdad, sino la seguridad de “nuestra verdad”.
Hay quienes después del Vaticano II proclaman: “fuera de la Iglesia no hay salvación”. Aunque a alguien lo dude, fuera de la Iglesia hay salvación, y a veces, más que dentro de ella. Jesús se limitó a decirles: “no sabéis de qué espíritu sois”. Creemos defender el derecho de Dios, sin darnos cuenta que estamos defendiendo nuestros intereses rastreros. No se trata simplemente de ser tolerantes con lo malo que hay en los otros. Se trata de apreciar todo lo bueno que hay en los demás
Jesús no pidió a aquel exorcista que entrara en su grupo de discípulos, pide a los discípulos que le dejen hacer el bien. Jesús se opone a la mentalidad de gueto, que caracteriza a no pocos grupos cerrados, intransigentes que se ven a si mismos como los mejores, que defienden sus intereses de grupo por encima de todo, la perspectiva de Jesús no admite esas miras estrechas, ni considera más importantes a unos u otros por pertenecer a un determinado grupo.
La segunda enseñanza de Jesús a sus discípulos les asegura que no quedará sin recompensa nada de lo que hagamos en bien o a favor de los demás, “aunque sea sencillamente darles un vaso de agua”.
Lo que le preocupa a Jesús es que, entre los suyos, haya quien «escandalice a uno de esos pequeños. Que, entre los cristianos, haya personas que, con su manera de actuar, hagan daño a creyentes más débiles, y los desvíen del mensaje y el proyecto de Jesús.
También Jesús habla de otro tipo de escándalo: el que proviene de dentro de nosotros mismos. Jesús emplea imágenes extremadamente duras para que cada uno extirpe de su vida aquello que se opone a su estilo de entender y de vivir la vida. Está en juego «entrar en el reino de Dios» o quedar excluido, «entrar en la vida» o terminar en la destrucción total.
De este texto podemos sacar una conclusión: el seguimiento de Jesús exige radicalidad. Jesús es muy exigente para los que le quieren seguir, no le gustan las medias tintas, tenemos que cortar por lo sano con aquellas cosas que nos perjudican, con todo aquello que nos separa de Dios y que pueden hacer daño a los demás.