Domingo XXXIII - B
Las lecturas de hoy sobre el final de los tiempos, nos preparan para el fin del Año Litúrgico. El Año Litúrgico termina el próximo domingo con la celebración de la solemnidad de Cristo Rey. E inmediatamente después, comienza ya el nuevo año con el tiempo de Adviento. Por eso, las lecturas cambian hoy de lenguaje, utilizan un tono distinto al que venían usando hasta ahora, parece como si quisieran llamarnos la atención, y decirnos, estad atentos, despertad de la rutina en la que podéis haber caído y prepararos porque va a pasar algo importante, procurad agudizar el oído y despertad vuestra mente porque lo que va a pasar os va sorprender y no os puede coger desprevenidos.
El lenguaje apocalíptico de la primera lectura del libro de Daniel y del Evangelio de Marcos es un lenguaje que, ni mucho menos, intenta meter miedo a la gente, el género literario apocalíptico no intenta fomentar el pánico ni el temor en los que lo escuchan, sino todo lo contrario, quiere transmitir esperanza, aunque sea con esas imágenes tenebrosas. La escatología, o lo que es lo mismo, los acontecimientos finales: muerte, juicio, resurrección, no deben producir en nosotros miedo alguno, porque tenemos como Dios a un Padre, que nos quiere, nos conoce y sale todos los días a nuestro encuentro para ver si se produce nuestro regreso.
Este recuerdo del final de los tiempos, intenta ser una llamada de atención a nuestras conciencias para estar continuamente en estado de conversión, es verdad que en nuestro camino hacia Dios descubrimos avances y superaciones, pero siempre nos queda algo que nos cuesta entregar al Señor de una vez por todas. Por eso, en este domingo, aprovechamos para reafirmar nuestra confianza en ese Padre Dios misericordioso que nos espera al final, pero que está siempre con nosotros ahora en el vivir diario, y nos anima en la lucha y el esfuerzo cotidiano: esfuerzos, éxitos, enfermedades, momentos tristes, en todos y hasta el final se encuentra con nosotros ese Padre Bondadoso.
Nuestra realidad de creyentes debería cambiar si de verdad viviéramos como la existencia de ese Padre Misericordioso nos exige. Porque si yo creo que Dios es así, luego en mi vida diaria debo hacer realidad esa dimensión, y mostrarme como una persona que ama, acoge, y perdona a la gente con las que vive o con las que me encuentro. La medida de mi aceptación de la realidad misericordiosa de Dios la da mi capacidad de amar y de perdonar a los demás, a las personas que viven junto a mí. La tarea no es fácil, pero confiados en su presencia junto a nosotros seguro que lo conseguiremos.