Domingo 2 - C

domingo 2 2022 CJuan 1, 29-34

Comenzamos el tiempo ordinario de la mano del evangelista Juan con el primer signo que hizo Jesús en  Caná. En el contexto de una boda Jesús convirtió el agua en vino. El agua simboliza la Antigua Alianza y el vino significa la Nueva Alianza que se lleva a cabo en la persona de Jesús. Lo viejo ha pasado, lo nuevo ha comenzado.

Todavía no había llegado la hora de Jesús y su Madre, con su petición, provocó la intervención de Jesús en favor de aquellos esposos que estaban celebrando su boda. Vamos a fijarnos hoy en la figura de María, la madre de Jesús.
Tú, Señora, estabas allí, en la fiesta de Caná. Y con tu presencia la hiciste más fiesta todavía. Era la fiesta de la presencia de tu Hijo con sus discípulos y era la fiesta de tu presencia silenciosa de madre.

María, tú estás donde se goza y donde se sufre, donde se celebra un dolor y donde se celebra una alegría. Por eso hoy estás en medio de nosotras. Tú siempre estás, Madre en los detalles ajenos. Cuando no hubo sitio para ti en Belén, cuando tuviste que carecer de todo en la huida a Egipto, cuando la pobreza se hace tu compañera inseparable, no reclamaste nada. Pero, cuando a los demás les falta hasta lo superfluo, tú sabes salir al encuentro y con esa bondad maternal y ese acento de súplica y ese deseo de ser escuchada, no pides, sencillamente expones.

Tu experiencia de la intervención constante de Dios en tu vida, te vuelve hacia los hermanos, te hace sensible a sus necesidades, te hace solidaria con su destino y allí es donde te encuentras con tu Hijo. En Caná, tu presencia contemplativa, Madre, te hace intuir el problema que se presenta, y con una confianza ilimitada en tu Hijo, le dices: “Hijo, no tienen vino”
Y, tu Hijo, aparentemente no te atiende, pero tú estás segura de que tu exposición suplicante será atendida. No vacilas en tu corazón, por eso no temes el fracaso al enviar a los criados de la casa.

Adelantaste la Hora de tu Hijo, anticipaste con tu presencia vigilante y solícita el gozo del vino nuevo del Reino, el amor de Dios en los corazones de todos derramado en la Cruz.

María, con total seguridad les dijiste a los sirvientes: “Haced lo que Él os diga”. Supiste entrar en el plan de Dios. Tú conocías el corazón de tu Hijo, sabías que está lleno de ternura y misericordia y pusiste en sus manos la situación azarosa de los hombres sabiendo que la fe mueve montañas, que la oración, la confianza, rasga los cielos.

Tuviste un papel central al lado de tu Hijo como intercesora. Todavía no era el tiempo de que tu Hijo hiciera milagros porque el Padre había reservado su “Hora”. Y, tú, con tu petición, ¡adelantaste la hora de Dios!

Y moviste a tu Hijo y gobernaste a los criados y lo movilizaste todo, sin ruido, sin explosiones… Y, luego te retiraste…callaste, porque ahora ya no hacen faltas tus palabras. Ahora solo la retirada, la desaparición, la sombra, la oscuridad de nuevo, el silencio, la naturalidad más bella, sin dar importancia a nada, sin darte importancia…

Así es ella, nuestra Madre y nuestro modelo de vida contemplativa, consagrada a Dios y a los hermanos. Nosotras, por vocación estamos llamadas a ser intercesoras, a presentar a Dios las necesidades de los hombres y las mujeres de nuestro mundo, a pedir a Jesús la abundancia del vino para todos, pues hoy urge llevar el vino nuevo a unos hombres y a unas mujeres que han perdido el sentido de la fiesta, de lo gratuito. Urge ayudar a levantar al hombre y a la mujer del barro, del cansancio, de la mediocridad, de la incertidumbre, de la angustia, del miedo, del sinsentido. Urge alegrar los corazones.
Y, después, a desaparecer en el silencio, en la oscuridad, en el anonimato como la cosa más natural del mundo, como ella y a esperar que Jesús actúe.