Domingo 17 - C
Este Evangelio nos invita a contemplar a un Jesús orante. Muchas veces se retiraba en soledad para hablar con su Padre. Algunas de sus oraciones las conocemos por medio de los Evangelios, otras han quedado en el secreto de ese vínculo íntimo con su Padre. Participaba, también, de las oraciones de la comunidad. Uno de sus discípulos lo ve rezar y le pide que le enseñe a orar. Jesús se convierte para nosotros en un verdadero maestro de oración.
Nos invita a pedir. Solo lo hace aquel que se siente necesitado de Dios. El soberbio y autosuficiente no puede rezar. Ora el que se reconoce creatura, el que se sabe un hijo amado del Padre. Nos invita a buscar. Si bien Dios siempre toma la iniciativa, respeta nuestra libertad. Dios se nos manifiesta, pero quiere ser encontrado por nosotros. Debemos buscarlo. Nos invita, también, a llamar. Llama el que sabe dónde está aquel que lo ama y que quiere su bien.
En el Padre Nuestro, Jesús nos revela la actitud más profunda que debemos tener en la oración: la de hijos ante un Padre de amor eterno y desbordante. Vivimos en Cristo y en Él somos verdaderos hijos de Dios. El Padre nos ama con el mismo amor, eterno y absoluto, con el que ama a su Hijo porque somos uno con el Hijo. Es desde esa comunión con Cristo que nos dirigimos confiadamente al Padre.
Las oraciones del Antiguo Testamento están dirigidas al Señor, a mi Dios. Ahora Jesús nos introduce a una relación más íntima y personal: Dios es en verdad nuestro Padre. De ahí, que la primera condición para rezar es la confianza. Por eso, Jesús nos invita a ser insistentes. La insistencia no ha de ser un querer manejar nosotros la voluntad de Dios sino un permanecer en su amor para que ese vínculo se intensifique cada día más. Se trata de rezar partiendo de la convicción de que Dios siempre nos va a dar lo que verdaderamente necesitamos, aunque no siempre nos dé lo que queremos; que nos va a dar siempre lo que es bueno para nosotros, aunque no coincida con nuestros deseos y planes. Dios no tiene ninguna obligación para con nosotros, pero no puede dejar de escucharnos porque es padre y un padre de amor total y eterno. Él nunca nos negará el don más preciado: el Espíritu Santo, don de fortaleza y luz, de consuelo y esperanza.
San Gregorio dice que la dilación del cumplimiento del deseo confirma el deseo: si lo que deseamos es de Dios, permanece y madura en el tiempo; si no es de Dios, desaparece. Rezar es entregarle a Él nuestra vida, sabiendo que nos ama más de lo que nosotros nos amamos y sabe mucho mejor que nosotros cuál es nuestro verdadero bien.