Domingo 26 - C
Lucas 16, 19-31
En continuidad con el evangelio del domingo pasado, el Señor nos advierte sobre uno de los efectos más dañinos de una inadecuada relación con los bienes, es decir, cuando los convertimos en la razón última de nuestra felicidad y en el criterio fundamental para valorar a las personas con quienes nos relacionamos: endiosar el dinero nos hace ciegos y sordos ante los rostros y los gritos desgarrados de quienes tienen que luchar cada día para sobrevivir.
El rico, a quien el evangelio no pone nombre, es incapaz de ver al pobre Lázaro que estaba tirado a la puerta de su palacio. Para el rico este hombre es invisible.
La ceguera del rico le hace insensible al dolor y la frustración de quienes no tienen, no saben, no pueden y no cuentan para este mundo de la opulencia y del consumo. Su mirada, quizá altiva por su posición social elevada, es incapaz de mirar al que está tirado y, mucho menos, de agacharse para obrar la misericordia con él.
El rico, cuando muere y es enterrado, así de lacónico lo dice Lucas, ahora si puede ver al pobre Lázaro que está siendo consolado en la presencia de Dios mientras que el sufre el tormento de la ausencia del consuelo y la compasión. Se ha dado cuenta, aunque tarde, de que poner la confianza en los bienes y en la vida confortable que podía adquirir con ellos, no es garantía para merecer una vida que sea eternizable y gozosa en la presencia del Dios de los pobres y la justicia e incluso, como lo presenta el texto, no le hace merecedor de la piedad necesaria para mitigar su dolor. Su ceguera y su sordera han creado un abismo entre Lázaro y él y, desde ahí, una frontera que le separa del proyecto de Dios que no quiere que sus hijos más pequeños malvivan y se tengan que contentar con las migajas que caen de las mesas de los ricos y con el bálsamo producido por los perros que lamen sus llagas.
La imposibilidad de franquear el abismo que lo separa de Lázaro y Abrahán lo mueve a una petición de futuro: Pide que Lázaro sea enviado a su casa para que sus cinco hermanos, que al parecer también son ciegos y sordos, al verlo cambien de actitud y no terminen, como él, sufriendo los tormentos de la ausencia del consuelo. La respuesta de Abrahán es contundente, que escuchen a los profetas y a Moisés que, con insistencia, indican el camino de la justicia y la solidaridad. Si no escuchan la voz de Dios que clama en la voz tenue de sus hijos, seguirán siendo ciegos y sordos. Seguirán caminando al lado de las personas que su riqueza ha hecho invisibles.
Nuestras ciudades están llenas de Lázaros, hombres y mujeres invisibles, que somos incapaces de ver. Nuestras ciudades están llenas de ricos anónimos que pasan de largo ante el sufrimiento humano a la espera de que un milagro les devuelva la vista.
Detengámonos un momento en la escena. Seguro que ni tu ni yo somos un Lázaro porque gozamos de una vida de calidad y llena de oportunidades. Sin embargo, ese rico anónimo, que tanto nos puede llegar a fastidiar, puede empezar a tener nombre, el mío o el tuyo, cuando pasamos de largo y no vemos ni escuchamos a los lázaros que están tirados en las aceras de nuestras calles o en los portales de nuestras casas.
Pidamos a Dios que nos ayude a ver y escuchar a los pobres de manera que nuestro corazón, sensible y solidario, no ponga su confianza en el dinero.
Javier Castillo, sj