Domingo 30 - C
El evangelio de este domingo nos ofrece una parábola muy conocida y sumamente aleccionadora: la parábola del fariseo y del publicano que van a orar al templo.
Pone en escena a tres personajes:
• El fariseo, el observante de la ley, el practicante fiel, el piadoso por excelencia.
• El publicano: un pecador, un recaudador de impuestos, que ni siquiera se atreve a levantar los ojos al cielo…
• Y Dios que ve la escena y que emite un juicio desconcertante. Dios que parece que mira más allá de las apariencias y de lo puramente externo…
Hoy a nadie nos gusta ser llamados fariseos, y con razón. Pero esto no quiere decir que los fariseos hayan desaparecido.
El fariseo de ayer y de hoy es esencialmente el mismo. Podríamos definirlo como alguien satisfecho y seguro de sí mismo. Alguien que se cree siempre tener la razón, que posee en exclusiva la verdad, y se sirve de ella para juzgar y condenar a los demás.
El fariseo juzga, condena, clasifica. Siempre está entre los que poseen la verdad y tienen las manos limpias. El fariseo no cambia, no se arrepiente de nada, no se corrige. Por eso, siempre exige siempre a los demás cambiar, renovarse, ser más justo.
El otro hombre que fue a rezar al templo fue el publicano, es decir, un cobrador de impuestos, era un hombre despreciado y odiado por todos. Él se siente profundamente pecador. No se atrevía ni a levantar los ojos al cielo…
Según Lucas Jesús no cuenta esta parábola para criticar a los sectores fariseos, sino para sacudir la conciencia de “algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás”. Entre estos nos encontramos, ciertamente, no pocos.”
Estos dos hombres son el prototipo de dos actitudes ante Dios:
• La de los satisfechos de sí mismos, los que se creen justos, impecables, distintos de los demás.
• Y la de los sinceros, humildes, pobres que reconocen sus debilidades e indigencia ante Dios.
Vemos claramente que hay dos formas de relacionarse con Dios, y esto nos interesa mucho.
Los dos protagonistas que suben al templo a orar representan dos actitudes religiosas contrapuestas e irreconciliables. ¿Cuál es la actitud justa y acertada ante Dios?
El fariseo es un observante escrupuloso de la ley, y un practicante fiel de su religión. Se siente seguro en el templo. Su oración es la más hermosa: una plegaria de alabanza y acción de gracias a Dios que no le da gracias a Dios por sus grandezas, su bondad o su misericordia, sino por lo bueno y grande que es él mismo.
En seguida se observa algo falso en esta oración. Más que orar, este hombre se está contemplando a sí mismo, se cuenta su propia historia llena de méritos, necesita sentirse en regla ante Dios, y mostrarse como superior a los demás.
Este hombre no sabe qué es orar, no reconoce la grandeza de Dios, ni confiesa su propia pequeñez. Buscar a Dios para enumerar ante Él nuestras buenas obras y despreciar a los demás, es de necios. Tras su aparente piedad, se esconde una oración atea. Este hombre no necesita a Dios, no le pide nada, se basta a sí mismo.
La oración del publicano es muy diferente. Sabe que su presencia en el templo es mal vista por todos. Es despreciado por su oficio de recaudador de impuestos y él no se excusa, reconoce que es pecador. Sus golpes de pecho y las pocas palabras que susurra, lo dicen todo. “¡Oh, Dios, ten compasión de mí!”
Este hombre sabe que no puede vanagloriarse, no tiene nada que ofrecer a Dios, pero sí mucho que recibir de él: su perdón y su misericordia. En su oración hay verdad.
El fariseo no se ha encontrado con Dios, sin embargo, el publicano ha encontrado enseguida la actitud correcta ante Dios: la actitud del que no necesita nada y lo necesita todo, no se detiene siquiera a confesar con detalle sus culpas, simplemente se reconoce pecador.
Los dos suben al templo a orar, pero cada uno lleva en su corazón su imagen de Dios y su modo de relacionarse con él.
El fariseo sigue enredado en una religión legalista, para él lo importante es estar en regla con Dios y ser más observante que nadie. El publicano, por el contrario, se abre al Dios del amor que está predicando Jesús, ha aprendido a vivir del perdón, sin vanagloriarse de nada y sin condenar a nadie.
Pienso que esta parábola nos está llevando a revisar cómo es nuestra relación con Dios, a purificarla pues puede que se nos pegue algo de la oración del fariseo, somos observantes, ayunamos, nos sacrificamos, damos limosna a los necesitados, etc.. podemos caer en la trampa de sentirnos seguras de nosotras mismas, de sentirnos mejores que las demás, de condenar a las otras.
¡Atención! porque también nuestra historia está manchada de caídas y fracasos. No podemos instalarnos en el orgullo como si no tuviéramos necesidad del amor y del perdón de Dios. Somos pobres, con muchas pobrezas y nuestra oración ha de ser la de los pobres, siempre suplicando humildemente al Señor: “Señor, ten compasión de nosotras” que tu misericordia nos levante y nos devuelva la dignidad de hijas tuyas. Podemos caer en la tentación de enaltecernos y creer que andamos por encima de las demás.
Esta parábola nos invita a mirarnos con sinceridad a nosotras mismas para ver de qué manera nos relacionamos con Dios; a mirar a los demás con amor y compasión y a mirar a Dios con humildad. Mirarnos a nosotras mismas con sinceridad: para descubrir que todas tenemos algo de los dos personajes.
Mirar a las demás con amor y misericordia: pues no es justo que para resaltar nuestros méritos, acentuemos los fallos de las demás, como a veces hacemos.
Y mirar a Dios con humildad: pues ante Dios sólo podemos colocarnos en la postura del publicano, es decir, la postura de quien todo lo espera de la bondad y de la misericordia de Dios.